domingo, 3 de junio de 2012

71 Ferias y el mismo sol



71 Ferias y el mismo sol : “Donde termina la Feria del Libro” sería una buena frase para indicar lejanía. Física y mental. No es sólo una cuestión de metros : a esta hora de la mañana, la levadura que formamos va fermentando por el calor y la masa se va volviendo densa, compacta, apretujándonos unos contra otros e impidiéndonos avanzar. Excusas para cobardes que yo no acepto porque tengo una misión que me obligar a llegar a la última caseta, la de Anaya.

Soy una caperucita con canas, barba y una bolsa en la que llevo dos libros del lado oscuro. “Diosa”, de Juan Abreu y “Las ocultas” de Marta Elisa de León. El primero es una forma de agradecerle a su autor el blog. El segundo, es una recomendación de José Antonio Montano, del que me fío por lo que me gusta su blog. ¿Para cuándo una Feria del Blog con autores que firmen mi pantalla del iPad? En los dos libros se habla de sexo y, paso a paso, me pregunto si la abuela Anaya no se enfadará con estas lecturas, paso a paso me pregunto si no seré yo el lobo.

También soy alto y puedo ver las casetas sin tener que acercarme a ellas. Hay buena cosecha de autores. Hace tiempo me habría cambiado por cualquiera de ellos, pero ahora me doy cuenta de algunas cosas. Los escritores envejecen mal y de golpe (siempre ponen una foto de cuando eran más jóvenes), muchos se limitan a mirar con pena y el capuchón en el bolígrafo, otros tienen su nombre escrito en un cartón a mano (un nivel por encima del que se usa para pedir unas monedas), y la gran mayoría tienen que hacer como que no les importa nada que les hagan una foto con el móvil. Ese tipo de foto que guardas ahí, con la del puercoespín azul que hiciste en el Bioparc y que enseñarás al amigo pelma cuando te muestre la suya con Casillas : tienes la mano perdida, sí, pero por lo menos lo habrás intentado. ¿Es todo lo anterior una forma de ocultar que, a pesar de todo, tengo envidia? Sí, pero no tanta. Envidiar, en el fondo, cansa.

Pensamos que la Feria del Libro son las casetas y los libros y las coca-colas frías en las mesas de plástico con los niños metiendo los dedos en el vaso para quitar los hielos y las figuras de Mortadelo y Filemón y el camión con los baños y los tipos de chulapos vendiendo barquillos y el puesto de helados con los precios escritos encima de los antiguos y la chica simpática que te da unos separadores de una editorial de la que no has oído hablar en tu vida. Es todo eso, pero, por encima, sobre todo por encima, esta esa voz que va anunciando los autores que firman y sus casetas con la perseverancia de un rosario y la esperanza del que lee las bolas de un bingo con el deseo de que a alguno le toque. Una voz tan característica como la que en el parking del Corte Inglés ya te va anunciando las ofertas. La magdalena de Proust también te puede entrar por la oreja.

El caso es que, cosas que pasan, sale una bola con un número que llevo. En una de las casetas está firmando Montero Glez. Nobleza obliga. La abuela Anaya tendrá que esperar. Después de un año peloteando en “El Mundo” microrrelatos de ciento cuarenta caracteres con él de juez, me apetece saludarlo y comprarle un libro para agradecerle (y van dos) el esfuerzo y algunas frases de ánimo.  Ahí está. Montero me da la mano dos veces. La primera cuando me presento y la segunda cuando reconoce nick de batalla. No hay color. ¿Cuándo me dieron la mano así por última vez?. Da igual. De una relación de demanda y oferta pasamos a otra de camaradería, recordando los viejos tiempos del concurso. El me señala su ojo como herida de guerra. “Estaba todo el día pegado a la pantalla y no podía más. Y eso que insistieron para que siguiera”. Yo también le mostraría alguna herida en el orgullo al ver el nivel de la gente a la que te enfrentabas. Qué tiempos. Cojo “Huella jonda del héroe”, el que parece el último libro que ha publicado, me lo firma y me marcho tan feliz.

Ya son tres libros en la bolsa. Creo que no me equivoco al pensar que el de Glez hará buenas migas con los demás.

La casa de la abuela Anaya se va acercando y yo me voy aproximando a partes iguales. ¿Por qué se ha ido la abuela a vivir tan lejos? Llego un poco cansado. Tengo que pensar un poco antes de pedir el libro que no tenían en una, en dos, en tres casetas. “Guapas, listas y valientes”, digo, marcando bien las comillas

-¿El número uno, verdad? – me pregunta.

En ese verdad está toda la historia de este número uno. Verdad, digo.

-Por eso lo tengo aquí – me dice.

Si me hubiera pedido una libra de mi corazón es bastante probable que se la hubiera dado. ¡Se conforma con un precio que me parece un regalo!. Les invitaría a todos a una ronda. Con el libro, gratis, me entrega una versión bien planchada de mí mismo que en la que me pruebo al instante. Perfecta. La bolsa y el libro son un salvoconducto para volver a Itaca sin mayores problemas : aunque el terreno no está empinado, tengo la impresión de ir cuesta abajo. Ahora todos los escritores me parecen simpáticos y buenos, hasta los que van disfrazados de Gerónimo Stilton, Noddy o Punset. Me digo que un día seré como ellos, que es cuestión de tiempo. Y al llegar al otro punto de la Feria, tan cerca, Lucía viene hacia mí corriendo. Le abro la bolsa. Mira, le digo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario