martes, 19 de junio de 2012

Seis millones de bolos




Seis millones de bolos : Desde la puerta, calculo que en la bolera hay cinco o seis millones de niños (según el método de un auditor de banca) celebrando un cumpleaños. Luego, cuando me acerco, veo que sólo hay unos treinta, pero siguen haciendo el ruido de cinco o seis millones. Si el alboroto es sinónimo de diversión, este es el mejor cumpleaños de todo el mundo (estación espacial incluida)

Me lo paso bien viéndoles jugar. Los demás padres, exceptuando al cuerpo de guardia de cinco madres, que velan sin parecer que lo hacen, no saben que es aquí donde deberían estar. Aquí, como yo, apoyado en una repisa alta con un plato de plástico al lado con restos de tarta de chocolate.

Compruebo que la bolera es un entorno indestructible con una rutina fácil. Una máquina va ofreciendo unas bolas verdes como melones que los niños recogen con las dos manos. Todos intentan meter los dedos y lanzarlas como se ve en las películas. Pero la película se termina cuando arrojan la bola y esta avanza, cansada y un poco desorientada, hasta el final, donde los bolos, para no estropear el cumpleaños, esperan que les rocen para caerse, como si estuvieran cojos o blandos o sobornados o todo a la vez.

El tamaño y el peso de estas bolas están adaptados a ellos y a ambos lados de la calle hay colocadas unas guías, como las que se ponen en las camas para que los niños no se caigan, para que la bola avance sin salirse. Es, resumidamente, el escenario en el que se mueve un país rescatado.

Mientras uno juega, los demás niños danzan a su alrededor, gritan, dan consejos, se quitan los zapatos, se abrazan, piden agua y sostienen sus bolas con cierta solemnidad, como si ese peso que tienen entre manos fuera el de la madurez. Al fin y al cabo, esto es un cumpleaños. Todo lo hacen gritando para imponerse al griterío que ellos mismo provocan. No ser consciente de la paradoja lo hace aún más divertido.

Este sano bullicio en el que me sumerjo, inocuo como una lluvia de algodón, me sienta bien. Esta zona de la bolera es un país neutro en el que no pueden aplicarse las normas que un poco más allá, pasada la puerta del encargado, vuelven a ser válidas. Las madres, me doy cuenta, no están aquí para hacer cumplir las reglas, sino, como policías fuera de servicio, para recordar que ahora casi todo está permitido siempre que físicamente todos puedan salir como entraron.

Los encargados respetan también la tregua y uno de ellos viene, con esa lentitud del que sale andando del mar y una tranquila sonrisa, a ayudar cuando es necesario : el panel que alguien apaga, la bola que se queda en mitad de la pista, la niña que se queja de sus zapatos. El encargado sabe que nada puede con esta bolera, así que reacciona con una atención de empleado de joyería. Arregla el panel, devuelve la bola a su dueño y escucha atentamente a la niña como si le estuviera proponiendo la mejor adivinanza que fuera a escuchar en su vida.

Nadie presta atención al marcador en el que, de forma profesional, van apareciendo los nombres de los niños con sus apellidos, lo que les hace parecer mayores. Sólo Daniel parece interesado en él.

-Soy muy malo – me dice.

Le paso la mano por la nuca, empapada de sudor.

-Pero me lo estoy pasando muy bien.

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