Corrientes
subterráneas : Desde fuera, el hotel tiene una fachada de los años setenta,
pero este viaje al pasado es necesario porque al subir la persiana de la habitación
me encuentro, por primera vez, con una vista que es mejor de lo que me
imaginaba. Cosas así ya no se encuentran en el siglo veintiuno, donde es
posible que hubiera algún matiz que lo estropeara todo. Pero no : lo que fue
bueno en el pasado sigue siéndolo para siempre, y ahí está, a la izquierda, un
campo de fútbol, enfrente, el mar, y a la derecha un paseo marítimo, camino de
la Torre de Hércules, que ya tengo ganas de recorrer. Vuelvo a fijarme en todos
los elementos. Y otra vez. Con el gesto del que al llegar al final de una frase
salta a la siguiente.
Dos copas de Mencía y una tosta de
ventresca con pimientos más tarde, me tumbo en la cama. Tengo un cansancio algo
nervioso que debo calmar antes de dormirme. Me lo imagino recorriendo la
habitación, oliéndolo todo, arañando la puerta para salir. No enciendo la
televisión para que se tranquilice.
En ese silencio ordenado, de
habitación de hotel en la que no he tocado prácticamente nada, para estirar la
impresión de estrenarla, descubro el sonido del mar, que sube hasta la habitación
como el del tráfico de madrugada por la M-30. No va a ayudarme a dormir, pero
me hace sentir un poco en casa, cumpliendo el mismo efecto que una fotografía de
la familia en la mesilla.
Así que, debajo del ruido de los
coches está el del mar. Es la interpretación sonora de la frase de los
adoquines y la playa, que siempre me ha parecido ridícula. Hasta ahora. Se
puede decir que voy a estar dos días aquí para descubrir si debajo de lo que
escribo, por donde circulan hechos tan triviales, hay algo.
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