sábado, 16 de marzo de 2013

Respeto por la realidad




Respeto por la realidad : Un vigilante deja de teclear en su móvil para chistarles a dos niños que han pasado corriendo junto al elefante. Yo creo que un poco de jaleo infantil no le viene mal a este museo de animales disecados, pero no pongo mala cara. También pienso que lo de prohibir tocar el gran elefante que hay a la entrada es mala idea. Impedirlo hace que te entren más ganas de acariciarle una pata o de, ya puestos, probar si de un salto puedes tocarle los huevos (y contarlo el lunes : que el sábado, mientras llovía, al tercer salto, así, le rozaste los huevos a un elefante disecado). Pero no es solo eso : si en Florencia nadie pudiera pasarle la mano por el hocico al jabalí, tal vez no se marcharan (como me pasó a mí) con cierta obligación de volver, como si en ese gesto típico se escondiera una promesa hecha a alguien enfermo o anciano. Es cierto que una pata acabaría más delgada que la otra y que, con el tiempo, el elefante entero, con esas telarañas que le veo entre los colmillos, se caería encima de un par de niños como los que acaban de molestar la vigilante, pero como estrategia de marketing funcionaría y niños, por niños no va a ser, que yo mismo llevo dos.

Lucía, apenas entramos, pone cara de querer irse. Es automático. Como si estuviera en una fiesta en la que no conociera a nadie. Daniel lo ve todo repleto de amigos y ya en la primera vitrina se para a mirar. Ahí estoy yo, tirando de una y frenando al otro, atendiendo a lo que me voy encontrando porque sé que este museo, que apenas había pisado hace unos años, se va a convertir en un sitio de referencia al que le tengo que coger cariño deprisa porque en él se van a conservar muchos recuerdos con mis hijos. Muchos. Este esfuerzo de aproximación es mutuo. Veo que en cada visita se van produciendo los cambios que un pequeño presupuesto permite y yo, como forma de agradecérselo, en vez de reprocharle que a pesar de compartir madre, la ciencia, no se parece en nada a su hermana de Cosmocaixa, cojo el móvil y voy anotando cosas que me llaman la atención.

Por ejemplo : Que “la probabilidad de existir es infinitamente más baja que la de no existir”; que en la Amazonia, entre 1900 y 2009 se han descubierto las siguientes especies : 637 plantas, 257 peces, 216 anfibios, 55 reptiles, 16 aves, 39 mamíferos; que un Yanomami se queja de que “en la selva teníamos todo lo que necesitábamos, ahora no podemos conseguir nada en el pueblo”; que “más del 70% de los invertebrados amazónicos aún no poseen nombre científico”; que el que el curare sea veneno o remedio curativo depende de las dosis empeladas; que le pusieron el nombre de Phallus drewesii a un hongo descubierto en el 2010 en honor a (la dimensión, supongo) del Dr. Drewes.

Daniel me pide la cámara para hacerle una foto a una cabeza reducida que tiene toda la pinta de ser verdadera. Por un momento estoy a punto de decirle que no, que es de mentira, pero lo mejor de estar en un museo como éste es que puedes (y debes) decir la verdad, y sí, esa cabeza es de una persona, y no, no la han fabricado. Intento explicarles todo lo que sé aunque no dejo de darme cuenta de que cada vez me veo con menos capacidad de comprender el conjunto. Sí, lo entiendo, pero no consigo comprenderlo : soy de los que cree que el evolucionismo es la estación que aparece cuando se ha dejado detrás el creacionismo, pero tampoco en ella acabo de penetrar en lo que veo. Podría aceptarla si las púas de la concha de la Muricidae no desplegaran esa belleza de ingeniería y precisión. Una belleza que permanece viva en el esqueleto de un gato me aleja de la orilla de las explicaciones y me deja casi siempre andando tierra adentro, sin muchas referencias.

A la hora de llegar, Daniel y Lucía me dicen que están cansados. Es ese agotamiento que acaba provocando la atención por los detalles y el tamaño que no deja de crecer, por culpa precisamente de esa atención, de todo lo que todavía no hemos visto : cada paso alarga el camino. Como solución, el museo tiene una gran sala en otra ala del edificio repleta de esqueletos de dinosaurios. Es el contraste perfecto porque ahí, para relajarse, la mirada no tiene que centrarse en nada, sino, simplemente, dejarse llevar. Yo también agradezco ese paseo jurásico en el que parece permitido que, en vez de entender, te limites a imaginar.

El sitio está repleto. Me obligo a recordar unos nombres. Mesozoico, cenozoico. Y en una de las vitrinas le hago una foto a un cráneo de un homo. ¿Qué homo?. Ya lo he olvidado. Lo que sí recuerdo es que, tal vez cansado de ese viaje al pasado, de repente adelanto noventa años. Noventa años, me digo, y ninguno de los que estamos caminando por aquí esta mañana de sábado estaremos vivos. Me quedo en ese instante de silencio unos segundos y después vuelvo. Es entonces cuando todo el interés pasa de las vitrinas y los dinosaurios a la gente que le da vida al lugar. Es una viaje que conviene hacer frecuentemente por lo que escribe Savater en “El valor de educar” (página 64) : “Del miedo a la muerte (es decir, de cualquier miedo, pues todos los miedos son metáforas de nuestro miedo primordial) provendrá el respeto por la realidad y en especial el respeto por los semejantes, colegas y cómplices de nuestra finitud”. Bullicio de niños. Localizo a Lucía y después a Daniel. Les pregunto si nos vamos. Lucía dice que sí con alegría; Daniel, con pena. No importa, le digo, que volveremos.

Claro que volveremos. Cuando el vigilante se marchó detrás de los niños, aproveché para tocarle la pata al elefante.

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