Respeto por la
realidad : Un vigilante deja de teclear en su móvil para chistarles a dos niños
que han pasado corriendo junto al elefante. Yo creo que un poco de jaleo
infantil no le viene mal a este museo de animales disecados, pero no pongo mala
cara. También pienso que lo de prohibir tocar el gran elefante que hay a la
entrada es mala idea. Impedirlo hace que te entren más ganas de acariciarle una
pata o de, ya puestos, probar si de un salto puedes tocarle los huevos (y
contarlo el lunes : que el sábado, mientras llovía, al tercer salto, así, le
rozaste los huevos a un elefante disecado). Pero no es solo eso : si en
Florencia nadie pudiera pasarle la mano por el hocico al jabalí, tal vez no se
marcharan (como me pasó a mí) con cierta obligación de volver, como si en ese gesto típico se
escondiera una promesa hecha a alguien enfermo o anciano. Es cierto que una
pata acabaría más delgada que la otra y que, con el tiempo, el elefante entero,
con esas telarañas que le veo entre los colmillos, se caería encima de un par
de niños como los que acaban de molestar la vigilante, pero como estrategia de
marketing funcionaría y niños, por niños no va a ser, que yo mismo llevo dos.
Lucía, apenas entramos, pone cara
de querer irse. Es automático. Como si estuviera en una fiesta en la que no
conociera a nadie. Daniel lo ve todo repleto de amigos y ya en la primera
vitrina se para a mirar. Ahí estoy yo, tirando de una y frenando al otro,
atendiendo a lo que me voy encontrando porque sé que este museo, que apenas
había pisado hace unos años, se va a convertir en un sitio de referencia al que
le tengo que coger cariño deprisa porque en él se van a conservar muchos
recuerdos con mis hijos. Muchos. Este esfuerzo de aproximación es mutuo. Veo
que en cada visita se van produciendo los cambios que un pequeño presupuesto
permite y yo, como forma de agradecérselo, en vez de reprocharle que a pesar de
compartir madre, la ciencia, no se parece en nada a su hermana de Cosmocaixa,
cojo el móvil y voy anotando cosas que me llaman la atención.
Por ejemplo : Que “la probabilidad
de existir es infinitamente más baja que la de no existir”; que en la Amazonia,
entre 1900 y 2009 se han descubierto las siguientes especies : 637 plantas, 257
peces, 216 anfibios, 55 reptiles, 16 aves, 39 mamíferos; que un Yanomami se
queja de que “en la selva teníamos todo lo que necesitábamos, ahora no podemos
conseguir nada en el pueblo”; que “más del 70% de los invertebrados amazónicos
aún no poseen nombre científico”; que el que el curare sea veneno o remedio
curativo depende de las dosis empeladas; que le pusieron el nombre de Phallus
drewesii a un hongo descubierto en el 2010 en honor a (la dimensión, supongo)
del Dr. Drewes.
Daniel me pide la cámara para
hacerle una foto a una cabeza reducida que tiene toda la pinta de ser
verdadera. Por un momento estoy a punto de decirle que no, que es de mentira,
pero lo mejor de estar en un museo como éste es que puedes (y debes) decir la
verdad, y sí, esa cabeza es de una persona, y no, no la han fabricado. Intento
explicarles todo lo que sé aunque no dejo de darme cuenta de que cada vez me
veo con menos capacidad de comprender el conjunto. Sí, lo entiendo, pero no
consigo comprenderlo : soy de los que cree que el evolucionismo es la estación
que aparece cuando se ha dejado detrás el creacionismo, pero tampoco en ella
acabo de penetrar en lo que veo. Podría aceptarla si las púas de la concha de
la Muricidae no desplegaran esa belleza de ingeniería y precisión. Una belleza
que permanece viva en el esqueleto de un gato me aleja de la orilla de las
explicaciones y me deja casi siempre andando tierra adentro, sin muchas
referencias.
A la hora de llegar, Daniel y Lucía
me dicen que están cansados. Es ese agotamiento que acaba provocando la
atención por los detalles y el tamaño que no deja de crecer, por culpa precisamente
de esa atención, de todo lo que todavía no hemos visto : cada paso alarga el
camino. Como solución, el museo tiene una gran sala en otra ala del edificio
repleta de esqueletos de dinosaurios. Es el contraste perfecto porque ahí, para
relajarse, la mirada no tiene que centrarse en nada, sino, simplemente, dejarse
llevar. Yo también agradezco ese paseo jurásico en el que parece permitido que,
en vez de entender, te limites a imaginar.
El sitio está repleto. Me obligo a
recordar unos nombres. Mesozoico, cenozoico. Y en una de las vitrinas le hago
una foto a un cráneo de un homo. ¿Qué homo?. Ya lo he olvidado. Lo que sí
recuerdo es que, tal vez cansado de ese viaje al pasado, de repente adelanto noventa
años. Noventa años, me digo, y ninguno de los que estamos caminando por aquí
esta mañana de sábado estaremos vivos. Me quedo en ese instante de silencio
unos segundos y después vuelvo. Es entonces cuando todo el interés pasa de las
vitrinas y los dinosaurios a la gente que le da vida al lugar. Es una viaje que
conviene hacer frecuentemente por lo que escribe Savater en “El valor de educar”
(página 64) : “Del miedo a la muerte (es decir, de cualquier miedo, pues todos
los miedos son metáforas de nuestro miedo primordial) provendrá el respeto por
la realidad y en especial el respeto por los semejantes, colegas y cómplices de
nuestra finitud”. Bullicio de niños. Localizo a Lucía y después a Daniel. Les
pregunto si nos vamos. Lucía dice que sí con alegría; Daniel, con pena. No
importa, le digo, que volveremos.
Claro que volveremos. Cuando el
vigilante se marchó detrás de los niños, aproveché para tocarle la pata al
elefante.
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