La gran obra que
Freud no escribió : No me gusta el marisco por toda la festiva violencia que lo
rodea. Más que comerte algo, lo que haces destrozarlo y humillarlo, como si
tuvieras algún tipo de cuenta pendiente con las gambas (os vais a enterar,
cabronas) o con las nécoras (y a vosotras os voy a partir las patas por varios
sitios). Visto con la distancia del que se queda con el plato vacío, me planteo
qué es lo que nos lleva a comportarnos así : somos lo que somos porque en el Cámbrico
se produjo una explosión de vida de la que las gambas son el resultado. Más que
comerlas, deberíamos honrarlas. El complejo de Edipo no es nada comparado con este
instinto de acabar, acompañado con un Albariño, con toda una fase de la evolución. Se
ve que a Freud le abrumó la tarea de analizar el marisco según sus criterios y
nos dejó sin la que habría sido una obra de referencia.
Me sorprende esa violencia y,
además, ese camino estético recorrido hacia atrás por el que se pasa de algo
bello, como unas cigalas dispuestas en la plancha, a un aquelarre de cáscaras,
patas rotas y cabezas aplastadas que acaban formado una chatarra de armaduras.
Algo así como entrar en una exposición de Rodin con un martillo en la mano y un
babero con el dibujo de un bogavante al cuello.
Atraído por el olor de las cigalas
en la pancha, me meto en la cocina. Es un olor que me acerca al mar. Sube
fuerte y penetrante. La otra plancha está lista para recibir dos chuletones grandes
como cuando teníamos casa sin hipoteca : las cuevas. El aroma de la carne se
mezcla con el de las cigalas y la mezcla sacude mi nariz, acostumbrada a olores
light. Ese olor intenso es una afirmación de lo que es estar vivo. Mi olfato ya
ha comido.
Marisco, no. Lo de la carne, al
punto, cortada a lo largo, con un vaso de Pago Florentino del 2008, es otra
cosa. Además, psicológicamente hablando, no hay de qué preocuparse porque en el
Cámbrico no había vacas.
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