domingo, 25 de marzo de 2012

Patas de liebre



Patas de liebre : Después de la cena sacamos la bolsa con los seis huevos de Pascua que les compramos. María al principio dice que no, que no les gusta el dulce. Yo al principio le digo que sí, que no hace falta que te guste el dulce para que lo pases bien : a) Viendo el huevo de Pascua envuelto en brillantes papeles de colores y b) quitándole el papel de color o no quitándoselo. El argumento convence a María, que a veces es capaz de hacer el esfuerzo de dejar de razonar para acercarse a mis puntos de vista. En este caso, el meollo del asunto es un simple “porque sí” o “porque creo que es bonito que alguien te regale unos huevos envueltos en papeles de colores que sean bonitos”. Así, repitiendo lo de bonito. Vale, dice María después de ver los pequeños huevos en el escaparate. Su mirada pasa del no, al vale, al vamos a comprarlos y por un momento parece que dijera “y vamos a adoptarlos”, como si fuéramos una gallina y un gallo. Entramos en la tienda y decimos esa frase tan usada “queremos algo que hemos visto en el escaparate”. Compramos los huevos, seis. Pequeños, de colores. También compramos una botella de vino por la etiqueta, así de simple : Flor de vetus, Toro, 2010. Una etiqueta preciosa : unas líneas que sugieren una colina de la que surge una única flor con pequeños puntos rojos como hojas. Pagaría el precio de la botella sólo por la etiqueta. Retomo la frase del principio ahora que, por cortesía, he explicado los antecedentes de esa bolsa con seis huevos de Pascua que les compramos y que sacamos después de la cena. Es cierto que no son muy golosos, pero se puede ser goloso con los ojos y no con la boca. Y creo que debe haber muy pocos niños que no sean golosos con los ojos. Lucía dice “Hala”, con hache, sí. Daniel dice “Ala”, sin hache, pero no le corregimos porque no es el momento y lo de las interjecciones ya lo daremos más adelante, cuando veamos juntos un partido de fútbol entero (ahora llegan sólo a los diez o quince minutos, porque no han aprendido a aburrirse viendo el fútbol y tienen esa parte del paladar visual más bien tirando a Disney Channel, para que veas). Dejamos los huevos en la mesa y ellos los meten en un frasco con cacahuetes para, con los ojos cerrados, ir sacando uno cada uno. La división es fácil, aunque ellos estén todavía dando paseos por el barrio de las multiplicaciones. Daniel dice que cierra los ojos y los cierra. Lucia dice que cierra los ojos y no los cierra y le entra la risa cuando, ya ves, va sacando los huevos de colores que ella quería. Daniel va aprendiendo cosas sobre su hermana y sobre las mujeres. Distribuidos los huevos pienso que la cosa se va a quedar así. Para que conste en acta, tenemos unas cajas de plástico transparentes con forma de calabaza llenas de pequeñas calabazas de chocolate desde hace un par de años. O más. Son bonitas. También mi madre tiene en su casa una fotografía mía de pequeño vestido con el kimono de judo. Uno guarda lo que le gusta. Y los huevos de Pascua iban destinados a ser un nuevo elemento decorativo en una casa en la que sobran los elementos, sobre todo si son decorativos. Pero entonces Lucía le quita el papel a un huevo y empieza a comérselo. Daniel hace lo mismo con otro huevo. Se los van comiendo entre risas, sin dejar ni un solo trozo. Les tengo que decir varias veces que cierren la boca cuando se la llenan de chocolate porque es de mala educación. Esta es la parte aburrida de ser padre. Cerrad la boca, cerrad la boca, cuando sus ojos brillan igual que el chocolate en su boca. Me acuerdo entonces de una fotografía que he hecho esta mañana, unas horas antes de que María y yo discutiéramos un poco frente al escaparate de los huevos de Pascua. Un monstruo con la boca abierta, dispuesto a tragárselo todo. Ese monstruo sabía que íbamos a comprar los huevos de Pascua. Los huevos desaparecen y los papeles de colores se convierten en pequeñas bolas. ¿Y ya está?. No, no. La verdad es que yo quería escribir un haiku, aunque no lo parezca, pero me está saliendo un haiku de setecientas palabras. Es complicado esto, como golpear un saco con una flor dentro del guante de boxeo y conservarla intacta.Y es que (y aquí entramos ya en el terreno haiku, lo advierto para el que espere algún gran final), y es que, decía, cada huevo de Pascua tenía dentro un caramelo de un color distinto. Son esos caramelos que te hacen pensar en una abuela, en un tarro de cristal grueso o en una cocina de techos altos. Ni niños haciendo surf, ni mascotas de dibujos animados ni nombres en inglés ni la madre que los parió. Y me centro, que se me vuelve a escapar el haiku, joder, que no sabía que tenían patas de liebre, tan quietecitos en los libros japoneses con la rana y el otoño. Cada caramelo es distinto, decía, y ellos los van colocando en fila junto al borde de la mesa. Seis joyas de azúcar. Fin.

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