lunes, 17 de junio de 2013

De un árbol se desprende una hoja




De un árbol se desprende una hoja : Lucía se decide pronto porque le da igual cuál sea la oferta : un cruasán. Con ese tiempo que se ahorra eligiendo su merienda, podría llevar ya estudiada esa media carrera que Daniel emplea en decirle a la empleada lo que quiere. No es nada nuevo y cuando dentro de unos años quieran saber si ya sabíamos cómo iban a ser, les podré contar lo de este lunes en la pastelería. La especialización precisa frente a la curiosidad dispersa.

La empleada respira y aguanta inmóvil con las pinzas en la mano. Estamos al lado de un colegio y el perfil de Daniel no debe ser exclusivo. No todo en la vida son Lucías. Intenta que no se le note la impaciencia y tengo que reconocer que es buena : las pinzas apenas vibran. Quizás sepa, como yo, que lo mejor es no añadir tensión a la escena. El balón gira en el aro y es cuestión de unos minutos que acabe cayendo.

En el mostrador que da a la calle hay un periódico de hace dos días que parece colocado ahí para una situación como ésta : son todos artículos que puedes dejar por la mitad. Está abierto por la página de la programación de televisión, que me leo, no sé por qué, con esa lejana curiosidad con la que en el zoo me informo en las fichas de los animales de sus hábitos alimenticios. Estas son las cosas que la gente ve cuando no está atada a la programación infantil, me digo. Programas curiosos con los que se entretiene la especie humana.

La dependienta me mira sin pedirme que intervenga. Eso sería lo fácil. La veo en calma. Su rostro es un lago perfecto por el que pasa el loto de una idea precisa, tal vez la respuesta al acertijo zen sobre el sonido que hace un aplauso con una sola palma. Un centro de quietud, envueltos todos por el olor dulce que sale del cuarto del horno. No sé si escribir la segunda parte de un cuento de Carver o pedirle el teléfono a Leonard Cohen del monasterio en el que estuvo hasta que su manager se gastó su dinero en otros monasterios más terrenales. Todos sus bollos se me representan en su ser y, metafísicamente, me doy la merienda de mi vida repasándolos todos.

Las vibraciones que emite Daniel se van reduciendo, como si su deseo fuera ya un badajo sin energía, incapaz de volver a golpear ya la campana. Le hago una señal imperceptible a la empleada con los ojos, como si fuera mi enlace en una calle repleta de enemigos. Ella me devuelve una leve alteración en sus pupilas. En alguna parte del mundo, una hoja cae suavemente como reacción a nuestros gestos. Daniel señala con el índice de su mano derecha una empanada de carne. Las pinzas no se mueven. Si el dedo se mantiene así cinco segundos más, todo habrá terminado y la hoja tocará el suelo. 

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