domingo, 2 de junio de 2013

La carrera de camellos





La carrera de camellos : Creo que lo que realmente mantiene en pie la Feria del Libro es esa voz que va anunciando las casetas en las que firman los escritores. Esa voz, el tipo que vende barquillos, los títeres y la máquina con botellas de agua fría. Con eso me basta. Alguna vez he ido en horario sin escritores y el silencio de los altavoces me ha hecho sentir como si paseara por los camerinos en vez de enfrentarme al escenario, con lo que he vuelto a casa, a pesar de recorrerme pacientemente cada puesto, con la sensación de no haber estado en la Feria por un típico incumplimiento de forma.

Pero hoy está la voz y me siento bien. Podría agarrarme de ella como en una tirolina y recorrer varios años hacia atrás sin demasiado esfuerzo porque siempre ha sido fiel a su estilo lacónico. Que ganas tenía de escribir lacónico. Una información simple y efectiva, como la cabeza de un martillo, y un tono equidistante con el que trata igual al best seller ante el que se paran hasta los perros que a ese tipo con barba que en la caseta trescientos firma no sé qué del embarazo de su mujer. Se sacrifica la emoción por la justicia y a mí eso me parece bien : así todos los que firman tienen la sensación de encontrarse al mismo nivel en la línea de salida, y que a partir de ahí ya cada cual irá avanzando, como esos camellos en las atracciones de playa, según las firmas que vayan consiguiendo hasta llegar a la línea de meta.

No me importa que haya mucha gente porque solo tengo presupuesto para un libro y esa marea me impide detenerme delante de cada puesto para, analizando el brillo de los ojos y el color de las branquias, saber si lo que venden está fresco. Mejor no caer en la tentación y obedecerme a mí mismo cuando, ya en el metro, me he hecho prometerme de nuevo que volvería a por lo que iba. Ahí están los libros, como recién hechos, y para no atender a su llamada de barrio rojo, incitándome, sobre todo, a tenerlos en las manos, me uno a ese río de lava que va por la parte central sin más interés que dejarse llevar.

Por encima, la voz. Me recuerda a esos corchos que en las piscinas separaban las calles. Los voy dejando atrás con meticulosidad (cada corcho rojo, un escritor). Avanzo por la mía leyendo los números de las casetas para no pasarme. No es sólo un tema de falta de dinero, sino de tiempo : los mellizos tienen esta semana exámenes como para pasarse varios cursos de golpe y plantarse en la Universidad. Dejar sola a María no está muy bien. Pero es que en la caseta trescientos está ese tipo con barba que ha escrito sobre la gestación de su hijo. No es solo por la firma, ni por el libro. Es también para decirle tres palabras.

Llego por fin a la caseta. Me siento bien por haberlo hecho sin sacar un billete (en cartera cerrada no entran recibos). No ha sido fácil. No detenerme en algunas casetas ha sido como pasar de largo por la habitación en que tu mejor amiga acaba de dar a luz. Una traición. Pero ya está hecho. Ya encontraré algún razonamiento de Montesquieu para justificarme. Me quedo un rato esperando porque el tipo de la barba, al que reconozco por su foto en El Mundo, está sentado con el gesto del que te va a pedir una copa y una ración en cuanto te acerques. Hasta que no se adelanta una chica para pedirle una firma, yo no hago lo mismo. Así de valiente soy.

Pido su libro, lo pago, se lo entrego. El lo abre. Me pregunta si soy de Madrid. Mientras escribe (con fuerza, como si quisiera que la dedicatoria estuviera en todas las hojas del libro) le digo que escribe muy bien.

Es cierto. Más que una dedicatoria me gustaría que me pusiera algunos consejos para llegar a su nivel, pero esas cosas a veces no las sabe nadie. Me tiende el libro. Nos damos la mano con fuerza, como si hubiéramos firmado la compraventa de uno de los edificios de la Castellana. Y ya está.

Regreso a la voz para que me indique el camino de salida de la Feria. Está bien esto de cumplir las cosas que uno se propone.   

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