La carrera de camellos
: Creo que lo que realmente mantiene en pie la Feria del Libro es esa voz
que va anunciando las casetas en las que firman los escritores. Esa voz, el
tipo que vende barquillos, los títeres y la máquina con botellas de agua fría.
Con eso me basta. Alguna vez he ido en horario sin escritores y el silencio de
los altavoces me ha hecho sentir como si paseara por los camerinos en vez de
enfrentarme al escenario, con lo que he vuelto a casa, a pesar de recorrerme
pacientemente cada puesto, con la sensación de no haber estado en la Feria por
un típico incumplimiento de forma.
Pero hoy
está la voz y me siento bien. Podría agarrarme de ella como en una tirolina y
recorrer varios años hacia atrás sin demasiado esfuerzo porque siempre ha sido
fiel a su estilo lacónico. Que ganas tenía de escribir lacónico. Una
información simple y efectiva, como la cabeza de un martillo, y un tono
equidistante con el que trata igual al best seller ante el que se paran hasta
los perros que a ese tipo con barba que en la caseta trescientos firma no sé
qué del embarazo de su mujer. Se sacrifica la emoción por la justicia y a mí
eso me parece bien : así todos los que firman tienen la sensación de
encontrarse al mismo nivel en la línea de salida, y que a partir de ahí ya cada
cual irá avanzando, como esos camellos en las atracciones de playa, según las
firmas que vayan consiguiendo hasta llegar a la línea de meta.
No me
importa que haya mucha gente porque solo tengo presupuesto para un libro y esa
marea me impide detenerme delante de cada puesto para, analizando el brillo de
los ojos y el color de las branquias, saber si lo que venden está fresco. Mejor
no caer en la tentación y obedecerme a mí mismo cuando, ya en el metro, me he
hecho prometerme de nuevo que volvería a por lo que iba. Ahí están los libros,
como recién hechos, y para no atender a su llamada de barrio rojo, incitándome,
sobre todo, a tenerlos en las manos, me uno a ese río de lava que va por la
parte central sin más interés que dejarse llevar.
Por encima,
la voz. Me recuerda a esos corchos que en las piscinas separaban las calles. Los
voy dejando atrás con meticulosidad (cada corcho rojo, un escritor). Avanzo por
la mía leyendo los números de las casetas para no pasarme. No es sólo un tema
de falta de dinero, sino de tiempo : los mellizos tienen esta semana exámenes
como para pasarse varios cursos de golpe y plantarse en la Universidad. Dejar
sola a María no está muy bien. Pero es que en la caseta trescientos está ese
tipo con barba que ha escrito sobre la gestación de su hijo. No es solo por la
firma, ni por el libro. Es también para decirle tres palabras.
Llego por
fin a la caseta. Me siento bien por haberlo hecho sin sacar un billete (en
cartera cerrada no entran recibos). No ha sido fácil. No detenerme en algunas casetas
ha sido como pasar de largo por la habitación en que tu mejor amiga acaba de
dar a luz. Una traición. Pero ya está hecho. Ya encontraré algún razonamiento
de Montesquieu para justificarme. Me quedo un rato esperando porque el tipo de
la barba, al que reconozco por su foto en El Mundo, está sentado con el gesto
del que te va a pedir una copa y una ración en cuanto te acerques. Hasta que no
se adelanta una chica para pedirle una firma, yo no hago lo mismo. Así de
valiente soy.
Pido su
libro, lo pago, se lo entrego. El lo abre. Me pregunta si soy de Madrid.
Mientras escribe (con fuerza, como si quisiera que la dedicatoria estuviera en
todas las hojas del libro) le digo que escribe muy bien.
Es cierto.
Más que una dedicatoria me gustaría que me pusiera algunos consejos para llegar
a su nivel, pero esas cosas a veces no las sabe nadie. Me tiende el libro. Nos
damos la mano con fuerza, como si hubiéramos firmado la compraventa de uno de
los edificios de la Castellana. Y ya está.
Regreso a la
voz para que me indique el camino de salida de la Feria. Está bien esto de cumplir
las cosas que uno se propone.
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