miércoles, 19 de junio de 2013

Ningún museo de arte sin su pueblo




Ningún museo de arte sin su pueblo : Creo que el primer ciclista civil, no profesional, al que le dio por correr tuvo algún motivo que justificara su prisa : un gato, un sombrero, una mujer. Algo que se alejaba de él y que le impulsó a echar mano de la bicicleta y a pedalear como si tuviera que iluminar con su energía el Bernabéu en una noche de Copa de Europa. Quiso el azar que alguien lo viera y que fuera el primero en comprobar que esa urgencia era contagiosa y, lo peor, que no era necesario ningún motivo para lanzarse a la carretera a afilar kilómetros.

Desde entonces, los ciclistas no han dejado de correr. Creen que lo hacen por una serie de motivos que, en el fondo, les mantienen engañados sobre el básico, el fundamental, el pecado original : ese gato, ese sombrero, esa mujer (nunca lo sabremos) que puso en marcha este deporte. El ciclista sospecha que algo falla cuando alcanzado un objetivo, éste no le colma y se ve obligado a seguir. En esa búsqueda inconsciente se va contagiando la urgencia de los veteranos a los noveles, lo que mantiene en movimiento las ruedas sin señales de que esto vaya a cambiar.

Por el barrio abundan estos ciclistas que se reúnen en grupos como perros que no saben que persiguen un zorro. Da cierta pena metafísica esa búsqueda. En mi caso, por el método opuesto (andando lentamente), sí que me encuentro con algo interesante : junto a un edificio en construcción hay dos bancos de madera con sus respectivo árboles detrás que dan una sombra que, desde lo alto, llega pequeña y algo escorada (habría que sentarse en el borde y torcer un poco el cuerpo para verse dentro de ella).

Este rincón olvidado, con el que uno da cuando no busca nada, supone un relajante viaje en el tiempo. Detrás, y enfrente, dos edificios en construcción. Por lo que he visto, es una construcción lenta, sin demasiadas ganas, porque no debe motivar mucho saber que nadie tiene dinero para comprar unos pisos que, a lo mejor, vendes por menos de lo que te ha costado levantarlos. No hay prisa para perder dinero, y se comprende. Tal vez haya un único albañil que se ocupe de uno y de otro, alternativamente, con la paciencia del que se propone levantar una catedral con ladrillos en el pueblo para tener algo en lo que mantener ocupadas las manos.

Poco importa el ritmo. Lo fundamental (comprobado), es que, sentado ahí, puedes hacerte la ilusión de que el PIB crece al 10% cada vez que hace la voltereta, de que tu sueldo se va a ramificar el año que viene, de que hay dinero para levantar aeropuertos debajo del mar, de que cada centro de arte moderno se merece su pueblo, de que las empresas tienen unos balances de hormigón, de que los bancos tienen las agallas rojas y los ojos brillantes, de que no importa que no reluzca para que sea oro, de que todo bebé tiene garantizado un préstamo a su nombre y de que, si quisieran, los equipos de fútbol tendrían a varios jeques del petróleo en la banda para recoger las pelotas.

Es aquí donde hay que estar. Veo a un ciclista por la acera y estoy a punto de levantar el brazo para que frene y se siente conmigo. Pero para qué. A lo mejor es el primero que rompe el conjuro e inaugura la era de los ciclistas lentos al dar, por fin, con el gato que se ha escapado, el sombrero que se ha llevado el viento o la mujer a la que, de repente, se le hace evidente que pesan más nuestros fallos que nuestras virtudes.   

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