sábado, 8 de junio de 2013

El fin de mi granja de pollos




El fin de mi granja de pollos : Mi hermano se presenta en mi cumpleaños con una tarta que ha hecho él y que podría aparecer en ese reality americano sobre un tipo que prepara tartas temáticas, de lo trabajada que está. Me gusta que me regale una tarta única, una tarta que no puedes comprar en ningún sitio, una tarta que, además, nos vamos a comer todos. Si alguna vez monto una tienda, será de artículos que no tengan una copia : delante del cliente, destruiré el molde a martillazos.

Dice que es un castillo, pero tiene aire a granja de pollos (alargada con pequeñas ventanas para que los pollos se mueran cuando les toque y no cuando a ellos se les ocurra) con cuatro silos donde los demás debemos ver torreones. No nos vamos a poner quisquillosos. A mí me habría hecho la misma ilusión si me hubiera dicho, directamente, “me he pasado el viernes por la tarde preparándote esta granja de pollos”. Pues una granja de pollos, y tan contentos. Pero dice que es un castillo y también me parece bien. Todo vale.

Lo que más me gusta de todo es el dragón que ha hecho. Todos sus detalles (y son muchos) son comestibles. Poner un dragón al lado de una granja de pollos me parece una idea excelente porque se va a poner morado. Ni las plumas van a quedar. Los pollos podrían huir a los silos, pero estos no tienen puertas, solo ventanas. Va a ser una escabechina salvaje de pollos. Todo un espectáculo.

Luego soplo las velas sin saber si, por celebrarlo con un mes de retraso, no debería añadir un doceavo de vela para ser coherente. Son esas las cosas que pienso mientras las apago. Nada de “ser rico” o “ser muy rico”. La tontería esa de la vela. Desde fuera todo parece normal porque aplauden y empiezan a cantar lo de “es un muchacho excelente” y se callan enseguida, como si la repetición fuera a acabar con el mensaje. Qué se yo. Esto de los cumpleaños necesita de un análisis sociológico para orientarse.

Unos cuantos besos.

Y entonces Daniel se pide la cabeza del dragón y su primo la cola. Se queda, me parece a mí, la chicha, el solomillo del dragón, pero algo debe tener su carne porque no se pelean por ella. Sea. Voy cortando en trozos iguales la granja de pollos. Si me dicen “algo finito”, hago un trozo. Si me dicen “yo un poco más grande”, hago el mismo trozo. Me deben dar ya por perdido. Descubrimos que no hay pollos, solo un bizcocho denso, como si hubiera mezclado chocolate con unas páginas del código penal alemán, todo cubierto con nocilla y cerrado con el fondant que hace de techo. Si después de probarlo no notas un pinchazo en el corazón y el brazo izquierdo dormido, es que estás hecho un chaval, de lo que doy fe tras un par de mordiscos grandes, de los que caen muchas migas.

No hay pollos que se coman las migas. Habría estado bien, pero no lo echo de menos con la boca llena. Moscato y tarta de chocolate. Qué gran mezcla. Esto de comerte tu regalo de cumpleaños es un poco extraño, pero es la única forma de hacerlo completamente tuyo y que se mezcle con tus células y se acumule en tu cintura. Así, nadie te lo va a quitar. Se renovará todo mi cuerpo, según dicen, pero siempre quedará alguna célula que lleve una miga dentro y que pueda decir que estuvo aquí. 

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