jueves, 6 de junio de 2013

No juegues solo a la ruleta rusa




No juegues solo a la ruleta rusa : Gracias a un virus de Hotmail me puse en contacto con una vieja amiga. Se ve que el virus, que me esperaba en una dirección que usaba últimamente como trastero de viejos mails (Asunto : ¡Por fin la séptima!), se cansó y decidió replicarse usando mi nombre para infectar otros ordenadores. Fue esta amiga la que me escribió a la dirección que uso normalmente y por la que me suelo pasear con el tranquilo optimismo del que recién duchado se ha puesto el albornoz. Que hola, que mira lo que ha pasado, que qué casualidad, que si nos vemos.

Quedamos para charlar en un restaurante chino. Unos ocho años sin vernos. En la hora y media que pasamos, no dejamos de hablar, resumiendo en un tráiler lo que había sido la película. No hubo punto y aparte : solo un inmenso párrafo que íbamos tricotando como si fuera una bufanda que presentar al guiness. De ese rato podrían sacarse pequeñas dosis que, disueltas en el silencio del ascensor, darían para crear conversaciones a todos los habitantes del planeta durante un par de años.  Los platos se enfriaban y el vino se calentaba.

Solo hubo un momento de silencio. Hasta entonces, la conversación era una cremallera que iba encajando perfectamente, diente tras diente. Metidos de lleno en el tema de la literatura, mencioné a Fred Vargas y a Adamsberg con la confianza del que saca a un caballo ganador de la cuadra. Ella se quedó en silencio : a la conversación, que iba a gran velocidad, le había bastado ese pequeño bache en el camino para  salirse de la carretera y quedarse basculando en el precipicio, con las cuatro ruedas en el aire. Hasta ese instante habíamos coincidido en todos los autores, como si fueran profesores que hubiéramos compartido.

Ella me dijo, sin rodeos, que no le gustaba Fred Vargas, que mi caballo era un pollino (asno joven y cerril). Iba a ser difícil volver atrás. Repasé los pasos que habíamos seguido, como si estuviéramos reconstruyendo la escena de un crimen con el juez. Pennac había ido muy bien (Malaussène, claro), con Simenon no había habido ningún problema (Maigret, por supuesto), pero al tratar de combinar los dos estilos en el Adamsberg de Fred Vargas, donde yo veía un éxito, ella se encontraba un fracaso. El silencio, pues. Y las cuatro ruedas sin base.

Intenté defender a Adamsberg, pero mis argumentos eran tremendamente subjetivos y, lo peor, me daba cuenta de que lo que usaba también servía perfectamente para atacarlo y hundirlo. Esos finales que no importan, la ausencia de un esquema lógico que permita al lector descubrir al asesino, los escenarios irreales, las conversaciones precisas, los personajes con su toque absurdo. Cada uno de esos razonamientos era una bala que metía en un revolver con el que iba a jugar yo solo a la ruleta rusa. El sentido común y las matemáticas (el revolver estaba listo) me aconsejaron que me callara. Empezamos a hablar del trabajo.

Me acuerdo de esa charla cuando hoy veo la señal de paso de cebra enmarcada entre dos nubes. La auténtica representación de Adamsberg. Podría utilizarla como estandarte la próxima vez que salga el tema : ya no hablaré, me limitaré a plantarme en la conversación, clavarla con decisión, y reclamar para mí ese territorio con la autoridad que da un gesto así. No se pude actuar de otra forma ante la gente que es ciega a lo evidente.  

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