martes, 18 de septiembre de 2012

El cocinero deconstruido



El cocinero deconstruido : Mi conversión en cocinero deconstruido, para historiadores gastronómicos, comienza en un Ahorramás en el que me llevo de todo para preparar una ensalada César de alfombra roja, con flashes y bullicio de periodistas. No hay detalle que no falte. Llevo la lista de ingredientes en la cabeza y me muevo por los pasillos con la ligereza y la alegría de una patinadora : qué lentos van todos, qué grácil soy yo. Los demás llenan sus cestos de compras aburridas (que si leche, que si huevos, que si latas de guisantes, como si fueran a encerrarse a vivir en la despensa a la espera de los brotes verdes); yo, en modo irresponsable pero feliz, cojo esos alimentos que parecen formales pero que juntos se convierten en caprichos, como esos elementos inofensivos que en manos de Walter White pueden derribar un edificio. Tarareo por lo bajo, a mi paso crecen las flores y hasta creo ver huellas de cervatillos. Tengo que reconocer que me gusto en esta faena, la templanza con la que llevo la cesta, la decisión con la que cojo los artículos, el cuidado con el que los deposito uno junto a otros. Todos estos gestos van presentados sobre una base de optimismo condimentada con salsa picante y sabrosa a base de unos toques de insensatez (con la Troika afilando sus requisitos y tú gastando así el dinero) y despreocupación (qué Troika ni qué leches) ligeramente dorados en la sartén y pasados por la minipimer. Así voy, digo, con esta despreocupación de alcalde de pueblo levantando imaginarias obras en su honor por los campos de girasoles. Yo no me conformo con un aeropuerto o un velódromo, no, yo voy a por la gran ensalada César que ya en mi cabeza debería llamarse Oscar por los premios que me voy dando, por los monólogos que mentalmente voy escribiendo : gracias, miembros de la academia gastrocinematográfica por ese galardón que se me entrega y que tengo que dedicar a todos los que intervinieron en esa obra y sin los que bla,bla,bla, gracias a los filetes de pechuga de pollo, a los cogollos, a los tomatitos, a la salsa, a los trocitos de pan condimentados, a los aros fritos de cebolla, al queso (que ya nos esperaba en la nevera) y a mi madre (siempre hay que aprovechar la oportunidad). Gracias a ellos, a mí y a la gente de Ahorramás. ¿Que sí podría aprovechar para comprar alimentos de primera necesidad? Pues claro, pero no, que desentonarían, que sería como ir a por alcohol para la madre de todas las fiestas y volver con la compra de la nota de la chica de la limpieza. En mi cesta hay calidad. La veo y me convierto en el lobo contento en medio de un bosque de caperucitas serias que empujan su carrito, esperan a que las atiendan en la carnicería o buscan los cereales que quieren sus hijos. Lo que veo me gusta pero me parece escaso, lo que me ofrece la excusa que necesito para volver a cambiar de personaje (En quinientas palabras he sido ya patinadora, Walter White, alcalde rico de pueblo pobre, cocinero premiado y lobo de cuento : mis influencias de Mortadelo son evidentes.), convirtiéndome ahora en un Fernando Alonso dando la vuelta de agradecimiento después de ser saludado por la bandera de Ajedrecelancia. Voy sin prisas, contento de ser quien soy, dejando que todos puedan mirarme más de cerca y repartiendo las bendiciones de Ferrari ante todos mis fieles mientras hecho más cogollos, más tomates, más de todo. ¡La gran ensalada! ¡Mi gran obra!. La chica que me cobra me ofrece tres tabletas de chocolate en oferta. No, no. Lo que yo voy a necesitar, pienso, sonriendo mentalmente, es un gran barreño en el que mezclar mis ingredientes. Ahora no soy Fernando Alonso : mis manos son las de Miquel Barceló y mi lugar de trabajo, ya en casa, es mi cocina. Voy a hacer un homenaje al mar, al campo, a todas las estrellas, sirviéndome de la ensalada César como metáfora. Limpio la mesa. Saco todo lo que he comprado. Los mellizos se asoman a ver qué hay para cenar sabiendo ellos que sé yo que si no les gusta lo que ven dirán que lo han comido en el colegio. Desagradecidos. Truhanes. ¿Qué hay para cenar? ¡Ensalada César!, grito. Levanto las manos como un director a punto de ordenar el arranque de la quinta sinfonía. Ya la escucho en mi cabeza, vale, pero en la cara de los enanos leo que me ven como Mickey Mouse a punto de hacer bailar las escobas. Eso duele. A pesar de todo, mi gesto les impacta lo suficiente como para no negarse. Ensalada…César, dicen, con ese tono de arrastrar una toalla por la playa. Les animo con frases que le escucho a la monitora de spinning mientras yo voy a lo mío con las pesas, que prefiero cansarme despacio. ¡Ánimo!. ¡Subimos una más! ¡Nadie se queda atrás!. Hay un silencio de patio de recreo por la noche. Estoy a punto de convertirme en un Adriá de andar por casa. Es Lucía la que me da el primer empujón : sólo quiere pollo y salmón. Daniel me da otro para que avance por la tabla y caiga en el océano de la monotonía. Me vengo un poco abajo. Mi plan era terminar como Jamie Oliver, mezclándolo todo y echándole aceite a la mesa, a la encimera, a la televisión del salón, a mis zapatillas, al libro de Antunes, a la gente, a toda la gente desde el balcón. La realidad manda. De crear una gran obra de mil páginas de introducción paso a un instante minimalista, colocando cada ingrediente en un cuenco. Así se deconstruye la cocina y mi ego. Los mellizos, felices, y es lo que importa porque el cliente siempre tiene razón.  

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