La estación
cerrada : La furgoneta blanca de la manchega rodea lentamente el parque. Una
mujer conduce y otra, sentada en la parte de atrás, entre cajas de frutas y
verduras, espera a que se acerquen los clientes. No hay ningún hombre con ellas
a pesar de que la voz grabada que anuncia productos y precios sea masculina.
Tres melones, cinco euros.
En el parque sólo estamos Daniel y
yo, haciendo tiempo o, mejor dicho, dándole un poco de consistencia a esta
mañana de sábado. No debe haber muchos niños en este pueblo de, según se
anuncia en un cartel, cuatrocientas quince personas (No se especifica si en
invierno o en verano). Tal vez mantengan este parque porque retirarlo sería
como quitar una estación, admitiendo la inevitable decadencia de un pueblo que
desde ese momento se tendría que bastar con lo que ya tiene.
Por la entrada del seto veo la
rueda delantera de la bicicleta de Daniel, tumbada en el suelo. El está sentado
en un columpio y yo en otro. Yo permanezco quieto, pero él avanza y retrocede
con soltura. Me gusta ver su sombra en la arena, como un inquieto charco. ¿A
qué edad uno ve un columpio y no siente ya deseos de subirse a él? Sería útil
un libro que explicara qué cosas se dejan de hacer cuando se cumplen ocho años
para prestarles una atención especial y, más que mirarlas, espiarlas.
La furgoneta se ha parado y la que
iba detrás está fuera, atendiendo a una mujer mayor que ha venido a comprar. Sé
que venden unos tomates muy buenos que desprenden un juego que huele muy bien.
Sólo es necesario añadir un poco de aceite para lograr una mezcla que empapa
bien el pan, dejando en la punta de los dedos un aroma que hasta ese momento
estaba perdido en la memoria. La mujer se marcha con su compra, arrastrando su
sombra como si fuera una bolsa más.
Daniel tiene ganas de charlar. No
para de hablar. Me cuenta un sueño que ha tenido. Como todos, éste también es
simple : está en un cuarto desde el que ve pasar por una ventana a su mejor
amigo en bicicleta. Sale de la casa, coge su bicicleta y sale pedaleando detrás
de él hasta alcanzarlo. Fin del sueño. ¿A qué edad se dejan de tener sueños
así? Daniel sigue hablando mientras se columpia y yo cierro los ojos. Un
chiste. Una pregunta sobre el curso que viene. Una queja sobre su hermana. Sus
palabras me llegan por la derecha, luego por la izquierda, la derecha, la
izquierda.
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