miércoles, 8 de mayo de 2013

La melancolía del guardia de prisiones




La melancolía del guardia de prisiones : Hoy es una de esas noches en las que estamos tan cansados que ya ni nos lo decimos. Vigilamos la cena con la misma distancia con la que un guardia a punto de jubilarse se enfrentaría a una fuga : abriendo las puertas y pidiendo que no hagan mucho ruido. Miramos impasibles el reloj, los bocados pequeños a las empanadillas, la postura de moda en la mesa (el codo derecho apoyado encima y el brazo izquierdo oculto por debajo) y no decimos nada ante los diálogos de los personajes de Austin & Ally, admitiendo que a uno se lo pueda llamar personaje y a lo otro diálogo. Nada. Suena la sirena y nosotros miramos con cierta melancolía e incipiente síndrome del nido vacío cómo los reclusos saltan por la tapia.

A veces el silencio es expresivo. No sé en qué imagen de Facebook lo leí, pero es cierto. Los mellizos andan algo desconcertados : es preferible encontrarte La Costa da Morte donde te la esperabas a descubrir que no hay nada y que estás perdido. Quizás por eso sus mordiscos sean tan pequeños, haciendo que nuestro silencio adquiera más cuerpo, lo que provoque que sus mordiscos sean todavía más pequeños y que nuestro silencio : en ese plan. Esta es la cena y así es nuestro cansancio, que hay que ser un poco gilipollas para pensar que una almohada de plumas nos lo va a quitar de encima cuando lo lógico sería apoyar la cabeza en un cojín de estropajo para frotarlo mientras dormimos.

Las empanadillas se acumulan en el plato. Ya están frías cuando damos por terminada la cena y les decimos que pueden marcharse al salón a ver lo que quieran. Vernos así debe provocar el mismo desconcierto que encontrarse a Mike Tyson comprando una entrada para una película de Coixet. Todo puede ser. Volcamos las sobras en un plato grande, juntamos los cubiertos, me apuro los vasos con el zumo de naranja. Con la misma rapidez y entusiasmo del que prepara la maleta de regreso de vacaciones.

Entonces Daniel se propone ayudarnos. Se pone un delantal que ha usado un par de veces para cocinar y se acerca al fregadero a echarnos una mano. Agradecemos de corazón su gesto. Le decimos que se vaya al salón porque hoy solo nos quedan energías para abrir el lavavajillas e ir arrojando los platos sucios con la rapidez del que echa troncos al tren para que no le alcancen los indios. Pero Daniel no cede : la bondad es meticulosa. Coge un vaso sucio y nos pregunta qué hacer. Le explico los pasos rápidamente y él los va repitiendo muy despacio. Su dedicación es admirable y agotadora. Cinco minutos para un vaso que deja más que limpio : invisible. Pero uno le parece poco. Se imagina que los adultos hacemos las cosas así de bien y él ahora quiere ser uno de nosotros. Me siento diez años más viejo de golpe, pero no hay nada que hacer. El fregadero está lleno. Coloca cada pieza que limpia en el lavavajillas con una seriedad que haría llorar al Anthony Hopkins de “Lo que queda del día”. Mis lágrimas son de desesperación y, muy, muy a lo lejos, ahí donde no llega el cansancio, de orgullo. Admitido todo esto, a partir de ahora utilizaremos platos de papel en algunas cenas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario