viernes, 16 de agosto de 2013

Happylandia




Happylandia : Los edificios, altos y estrechos, cada uno con su nombre, parecen buscar la independencia con lo que los rodea. En cierto modo lo logran porque, en sólo unos días en este apartamento, ya siento la diferencia entre mi bloque y los demás. Mi bloque, tengo que admitirlo, está por encima del que tenemos enfrente.

El bloque de enfrente es entretenido. Si no leo más (me limito a twitter, qué pena de verano lector) es porque me gusta apoyarme en la barandilla de la terraza y desde la altura de este séptimo piso, fijarme en los vecinos que tengo enfrente. No es espiar porque cuando uno hace la vida en la terraza, sabe que se expone a que lo miren y, en cierto modo, se ofrece a ese análisis curioso. Cada terraza es un capítulo : uno pinta la barandilla de color naranja (no sé si es el oficial del bloque), otro mira la televisión con una inmovilidad que me obligaría a llamar a urgencias, otros comen en una mesa inmensa que se demora en una eterna sobremesa, una mujer plancha concentrada, unos niños se pasean disfrazados (de pingüino y de Harry Potter), una chica joven se queda mirando un pequeño sofá y lo mueve, lo mira, vuelve a moverlo.

Un bloque entretenido por el que siento un afecto literario que desaparece cuando sobre las siete ponen la música como si no existiera nadie más, como si mandaran un mensaje a otras civilizaciones (sospechando que el de la sonda no ha llegado a su destino), como si con esas ondas buscaran destrozar a los demás edificios volviendo sordos a sus habitantes. Conmigo casi lo consiguen por el volumen y la selección : “The Final Countown”, “Gangnam Style”, “El baile del gorila”. Lo peor del verano presentado por una voz que se debió educar anunciando muñecas chochonas en las ferias.

Nuestro bloque, por el contrario, es tranquilo. Hasta la socorrista de la piscina parece más preocupada por mantener un nivel bajo de gritos, como si no le importara que nos ahogáramos siempre que pidiéramos ayuda en voz baja, en un susurro educado.

A las siete, pues, se enfrenta el silencio refinado de nuestro edificio con el ataque sonoro y de mal gusto del de enfrente. Hoy la excusa es una fiesta de disfraces para los niños. La narran con una pasión que parece buscar que, después del FIB y del Rotatom, a esta zona se la conozca por este concurso de disfraces. Esos gritos deben haber alejado la pesca hasta las aguas de Italia.

Tras atender de forma obligatoria a todo el concurso, cuando llega el momento de anunciar al ganador (eloúnico que despierta mi interés), se comunica que, tras una larga deliberación, los miembros del jurado han decidido que los ganadores son todos los niños.

Happylandia.

Las nubes se abren en ese momento para que surjan unos bonitos rayos de sol. No sé si interpretarlo como una bendición a esa solución o como la advertencia de que, con estas ñoñas decisiones, no vamos a ningún lado.

En nuestro edificio, esas cosas no pasarían.

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