Un pequeño rodeo
de doce años : La última vez que vinimos al Fringe fue en el 2001. Vimos 18
obras, de las que recuerdo “Medea”, “Three dark tales” y “The notebook”. El
descubrimiento del festival de ese año fue Gregory Burke, el escritor de “Gagarin
way”, cuyo último trabajo había sido de controlador de los cartuchos de tinta en
Lexmark. Se me quedó ese detalle porque me pareció un salto lógico: el futuro
no dejaba de pasar por delante de sus narices, como los platos en algunos restaurantes
japoneses.
Algunas cosas más de ese año: El
precio medio de una entrada era de 10 libras (este año ha subido a 15); Lizz
Francke, director del Festival Internacional de Cine de Edimburgo, aprovechaba
una entrevista para recomendar a Lorrie Moore, de la que compré “Anagrams”; el
Scotsman titulaba “Foreign prostitutes flocking to Edimburg Festival”; y descubrí
que en el Waterstones se podía comprar el Marca. Comidas, venues, paseos y días
de lluvias.
Doce años después hemos vuelto y la
impresión es que hemos retomado todo donde lo dejamos. Como si apenas hubieran
pasado unos meses. Hemos asistido a menos obras, casi todas infantiles, y el
gasto, al ser cuatro, ha sido bastante más alto que en el 2001. No importa:
descubrirles a dos mellizos de nueve años que algo como el Fringe existe es una
de las mejores formas que se me ocurre de gastarse el dinero. Les hemos dado el arranque de
una historia a la que espero que le vayan añadiendo futuros capítulos.
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