domingo, 18 de agosto de 2013

Una oficina en la arena




Una oficina en la arena : Daniel y yo queremos dar un paseo por el mar en la banana gigante de plástico. Nos hemos fijado estos días desde la orilla y parece divertido : una lancha la lleva de un lado a otro y de vez en cuando gira bruscamente para tirar a los que van encima y dejar los puntos rojos y amarillos de los chalecos flotando en el agua. Si permito que Daniel tenga que insistir un poco antes de ceder es para ganar unos cuantos puntos, porque yo soy el primero que quiere probarlo.

Me paso por la caseta para informarme. La puerta está cerrada. Doy un rodeo y veo a un hombre y a una mujer sentados en la arena. Él es el que pilota la lancha. Me mira desde abajo como si no hubiera mejor sitio para estar. Y tal vez tenga razón : el mar, el sol, y los clientes acercándose mientras tú te relajas mirando el horizonte.

-Es necesario un grupo mínimo de seis personas para salir a dar un paseo – me dice.

Le cuento que nosotros somos dos, que si hay alguna forma de arreglarlo. Claro, dice, nos dejas un número de móvil y te llamamos. Le pregunto si hay problemas en crear grupos y me dice que no, que no hay problemas. Ella se gira a por una libreta gruesa, la abre, y anota mi móvil y mi nombre con buena letra. Ese gesto, no sé por qué, me basta para convencerme de que ya está todo hecho.

Supongo que habrá mucha gente que, al llegar una mañana de noviembre a la oficina, se diga que tiene que hacer algo para cambiar su vida. El hombre, que se despide levantando la mano, parece ser de los que después de decírselo, diseñó un plan y, ya puestos a cambiar totalmente de vida, decidió apostarlo todo al que más le apetecía, al más absurdo, al que le debería llevar a estar una mañana de agosto sentado en la playa, esperando a los clientes

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