domingo, 23 de octubre de 2011

Esa blandura de las plumas

Me siento en uno de los escalones de la entrada con “El secreto de Christine” y un vaso de vino. He cogido, sin mirar, la botella que había abierta en la cocina y me he servido un culín, que no son horas, así que puede tratarse de un Legaris, un Cyan, un Valpincia o un Viña Ponderosa. A estas alturas del fin de semana, las botellas vacías, alineadas junto al cubo de basura, son más que las que quedan por abrir.

Me siento con el libro pero antes de seguir con la lectura miro el paisaje para comprobar que no hay nada que ver. Una casa con unos palés al lado. Un depósito de agua con varias antenas encima (interesante unión de lo líquido con lo intangible que haría las delicias de varios filósofos). Un camino de tierra. Y un anciano que pasa en bicicleta, al ritmo apropiado de una mañana de domingo. Me mira, le miro y ahí se queda la cosa. Confirmada mi impresión de que la mejor opción en este pueblo es dedicarse a la lectura, abro el libro.

Benjamin Black es John Banville, pero no lo parece porque en las primeras páginas el estilo de los dos es completamente distinto. Es lo que pasa con las marcas blancas. Me digo : “No puedes pretender una botella de Vellanzo llena de Legaris”. Novela negra. Edición de bolsillo. Pasta blanda. Benjamin Black. Tengo la tentación de dejar de leer, pero en ese momento pasa otro anciano en bicicleta que me reafirma, no sé por qué, en mi intención de seguir leyendo.

Y sigo leyendo, sabiendo que los demás han empezado con el cuarto turno de desayuno, ése que se transforma en el aperitivo, como camino que une dos países, cuando el último trozo de pan con tomate se convierte en el primer trozo de lomo que se quedó de la noche de ayer y que, pues todo tiene su tiempo, ahora está rico. Con el sol en la cara y un grupo de gente con la que poder hablar de cualquier cosa, todo está bien.

Mientras, las niñas y el niño juegan al ping-pong con unas raquetas en las que la madera se ha dilatado sin importarles que la pelota pase más tiempo debajo de la mesa que encima.

Vuelvo al libro y, en unas pocas páginas, obtengo recompensa a mi insistencia. Quirke, el protagonista, acude a una fiesta en casa del que fue su suegro. Mientras la acción se desarrolla en el salón, Benjamin Black te lleva de la mano a la cocina, donde Quirke, algo borracho, habla con la hermana de su mujer para recordarle que es de ella de quien estaba enamorado, no de su mujer, ya muerta. Me gustan mucho los escritores que te sacan de la acción principal y te conducen aparte.

Con un buen vino pasa lo mismo que con un libro : basta un sorbo para saber si es bueno.

“-Sabes qué fue – le dijo- lo que me llamó la atención de ti la primera vez, hace tantos años, en Boston? – aguardó, pero ella no respondió nada, y tampoco se volvió a mirarlo. Se lo dijo en un susurro-. Tu olor.

Ella prorrumpió en una risa breve, incrédula.

-¿Mi qué? ¿Te refieres a mi perfume?

Él negó vigorosamente con un gesto.

-No,no,no. No, nada de perfume. Tú.

-¿Y a qué olía, si se puede saber?

-Ya te lo he dicho. A ti. Olías a ti. Todavía hueles a ti.

En ese momento sí le miró, sonriendo de una forma poco natural, inquieta, y cuando dijo algo su voz sonó con esa blandura de las plumas, como si sintiera un dolor breve.

-¿No huele todo el mundo a sí mismo?

Él volvió a negar, esta vez con suavidad.

-No como tú –dijo – No con esa… esa intensidad.”

Cada dos o tres páginas bebo un poco. Puede que el vino sea de una de las dos botellas que nos trajo el dueño de la casa. Nos pareció un buen detalle por su parte. Después, cuando, incapaces de ajustar la temperatura de la casa con los termostatos, tuvo que venir y admitir que el que funcionaba estaba en el sótano, sólo accesible para él, la percepción de su gesto con las botellas cambió. El típico hecho del presente que modifica el pasado. Vaya bicho.

Sigo leyendo aunque me quedo sin vino y las nubes cubren el cielo, llevándose no sólo la luz, sino el calor en las manos y cierto leve optimismo. Sigo leyendo y leyendo, claro, hasta que empiezo a oler la barbacoa. Ahí cierro el libro marcando la página con el dibujo de una rata que Daniel me hizo. El estómago me lleva de regreso al grupo.

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