viernes, 15 de abril de 2011

Burrata


Son las 0:31. Estoy cansado. Ahora, en la terraza, hace frío. Se termina el día y no tengo un tema claro. Hoy sólo han leído diez páginas del blog. Tengo “El Museo de la Inocencia” esperando que siga con él. Podría escuchar entero el “Under the pink”, de Tori Amos. O revelar alguna fotografía de las cientos que tengo en Raw. O ver a la gente que entra y sale del pub de la esquina. Tengo pendiente de ver “The cove”, que anda grabado por algún disco duro. No me vendría mal dormir más.

¿Y entonces, qué?.

Pues seguir escribiendo, claro. Este es el momento al que hay que llegar. Hay que olvidarse de todo y esperar. Esperar. Porque de esta espera va este blog.

Esperar.

Dejar que el día se asiente para ver qué destaca. Algo que se salga de lo obvio, porque todos sabemos qué fotografiar cuando tenemos delante una puesta de sol desde la cubierta de un crucero. Y si no lo sabes, te lo recuerdan las postales. Si no tienes esa puesta de sol, ni un crucero bajo tus pies, sólo queda esperar..

Y entonces surge la burrata. Ese plato que hoy nos sirven en un restaurante italiano en el que vamos a celebrar que hace once años nos casamos. Podría haber escrito de la boda, pero de eso no va este blog. El objetivo debe ser este día. Y dentro de este día, esa burrata.

Pensábamos que nos la servirían en un plato, con dos rodajas de tomate. Por eso nos sorprende que el camarero disponga un salero, un pimentero y una pequeña jarra de aceite. Lo hace como si interpretara como una instrucción la definición que de disponer da la Rae : Colocar, poner algo en orden y situación conveniente.

-Ahora se la preparo.

Y vuelve después con la burrata en un plato. La burrata es una especie de bolsa de queso de la que sale, en su parte más estrecha, una pequeña bola más densa. El camarero quita esa bola primero. Después, con cuidado, rasga la bolsa por cuatro partes y la abre para que se derrame el queso que guarda dentro. Coge con cuidado el salero y echa la sal. Añade después la pimienta. Y, en último lugar, el aceite.

Se toma su tiempo, como si fuéramos los novios de una boda y quisiera que todo estuviera en su sitio, perfecto. Parece olvidarse de que su sueldo quizás no pague esa dedicación, del hecho de que estamos en un italiano, de que los enanos no dejan de pelearse por unos cromos que han traído, de que hay más mesas que esperan sus platos. Por un momento tengo la impresión de que ha sido él el que ha hecho esa burrata. Cuando termina él mismo se ha convertido en la definición de disponer.

Una vez lista, la coloca en el centro. Y entonces todos comemos directamente del plato.

En “El antólogo”, Nicholson Baker explica, a través del protagonista, por qué hay gente que escribe un poema. Un razonamiento que también sirve para explicar por qué otros pintan cuadros, o componen una canción, o crean un plato, o escriben un cuento. Lo añado por si, como a nosotros, la burrata os sabe a poco :

“Mi clase magistral tuvo un momento agitado. Les dije que copiaran poemas, y que empezasen por decir lo que verdaderamente querían decir, y que leyesen en voz alta sus borradores poniendo acentos extranjeros, y que limpiasen sus despachos, y que colocasen dos pilares sustentadores cuando metiesen sus libros en una caja, y describí lo que es intentar recopilar una antología y lo chalado que me había vuelto, y me oí sonando más o menos como un poeta profesional. Lo cual me dejó estupefacto.

Y entonces un hombre de unos cuarenta o así me preguntó, con acento francés, ¿Cómo adquiere usted la presencia de ánimo necesaria para iniciar la composición de un poema?. Y algo se descerrajó en mi interior, y por fin dejé de atesorar mi secreto más útil y se lo revelé. Es el único secreto que nunca ha dejado de ayudarme durante todos los años que llevo escribiendo. Dije, “Muy bien, se lo voy a decir. Me pregunto algo sencillo. Me pregunto: ¿Cuál ha sido el mejor momento de tu jornada ?” Lo que en ello había de maravilloso, les dije, era que esa mera pregunta tiene el don de entresacar de mi vida exactamente aquello sobre lo que me va a apetecer escribir un poema. Algo de cuya importancia no había sido consciente surgirá y flotará frente a mí, y dirá soy yo, yo soy el mejor momento de la jornada. Me fijé en que había dos personas apuntando lo que estaba diciendo. Suele ser, proseguí, el momento en que estás esperando a alguien, o yendo en coche a algún sitio, o tal vez estés simplemente atravesando en diagonal un aparcamiento mientras admiras las manchas de aceite y las formas caprichosas de las manchas de alquitrán. Una vez ocurrió cuando estaba pasando en coche, por delante de cierta casa cuyas tablillas resplandecían a la luz del sol, y luego me sumí en las sombras que los árboles proyectaban y derramaban sobre el parabrisas. Y pensé, Ah, claro, se me había olvidado. Vosotras, sombras en el parabrisas, sois el mejor momento del día. “Y ese es mi secreto, ni más ni menos”, dije. Me miraron todos y yo les miré a ellos. Yo era el maestro. Yo era la autoridad. Y entonces dije, “Bien es verdad que a mí no me ha ido demasiado bien. Mi primer libro estaba bien. Pero ya saben lo que dijo Amy Lowell. Dijo, "La poesía es un oficio para jóvenes.”” Y entonces rompí en sollozos.

No me extraña que lo llamen romper. Es una súbita torsión de los labios y una explosión de líquido detrás de los párpados. Todo lo que está dentro sale de pronto. Es verdaderamente un hecho físico. Los sollozos te dejan literalmente temblando. Afortunadamente no duró mucho.

Pedí perdón y sorbí los mocos y restregué mis ojos con los puños y me serené. Entonces me aclaré la voz y dije, más ceremoniosamente “Y esto es todo lo que sé”. La clase abrió paso a una cena fría en la Sala Rimbaud.”

“El antólogo” – Nicholson Baker – Página 220

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