miércoles, 13 de abril de 2011

A mordiscos

Será cosa de los genes o del inconsciente colectivo, ése que, según Jung, nos vincula con el hombre de las cavernas. El caso es que estamos cenando todos en la cocina. Hoy he preparado muslos de pollo con salsa y Daniel se está comiendo uno a mordiscos, manchándose la boca, la cara, el vaso de plástico con el zumo, el pijama y todos los sitios en los que pone la mano. Le miro y verle comer me da energía también a mí. Cosas de los genes, ya digo.

Si nuestros antepasados hubieran salido a cazar y regresaran a la cueva con un plato de barritas de merluza de capitán Findus (ahora más crujientes y aún más sanas si las preparas al horno) es probable que, como padre, nos sintiéramos satisfechos al ver a nuestros hijos comer pescado sin espinas. Pero no. No hace falta ir a Wikipedia para saber que entonces no había barritas del capitán Findus ni bollos de Bob Esponja y su puta madre. Había animales que era preferible matar antes de cocinarlos y dárselos a tus hijos. Y supongo que cuando la caza se daba bien y un padre veía a sus hijos comer carne con las manos, manchándose todo, en alguna parte del cerebro quedaba grabada esa escena para las futuras generaciones con un claro mensaje subliminal : si ves a tu hijo hacer esto, es que eres buen cazador y mejor padre

Y ahí se queda el mensaje, enterrado y calladito porque ves a tus hijos comer filetes de pollo empanado, sopa, tortilla a la francesa o barritas del capitán Findus. Todo bien masticado. Todo bien servido. Todo bien llevado a la boca con los correspondientes cubiertos. Cumples con la cultura y cumples con la publicidad.

Pero tú te quedas más bien frío porque también hay que cumplir con el hombre de Cromagnon que llevamos dentro, ése que nos mira desde el espejo el lunes por la mañana antes de que nos afeitemos la barba del fin de semana. Y esa comunicación, vía genes, es imposible si hay cubiertos de por medio. Así que fuera cubiertos. Y nada de sándwiches de pavo sin grasa con lonchas de queso, o croquetas de cocido o empanadillas de atún. Hay que poner en la mesa algo que se pueda comer con las manos y que esté lleno de salsa. Una salsa espesa, densa, con sabor.

Y, enfrente, un niño con hambre. Y ya está. Mírale comer y escucha cómo esa vocecilla del pasado te repite que eres buen cazador y mejor padre. Que el pollo lo compres en bandejas de Mercadona y la salsa te la den los de Maggi no importa. Ya sabemos que lo más primitivo tampoco le hace ascos a la silicona.

Daniel muerde, traga, ensucia, habla con la boca llena y yo le miro manteniendo bien lejos el papel de cocina. Su voracidad convierte la cocina en una cueva. Pone cara rara y me mira.

-Se me va a caer este diente, Tom, y me va a salir Max.

Es la primera vez que escucho a alguien darle nombre a sus dientes. Igual es algo que hacías si eras un Cormagnon, como una manera de evitar que se te cayeran. ¿Y que más nombres tienen los dientes?

-Loli, Tobby, Tomy, Lilo, George, Antonio (Que se convertirá en San cuando se caiga) y Tosty.

Lucía, que nos ha pedido que le hagamos trozos con el pollo, se lo va comiendo con sus cubiertos. Si quisiera relacionarme con lo más civilizado que tengo, me fijaría en ella, unos siglos por delante de Daniel, pero empiezo a estar cansado de tanta civilización. Hoy Daniel me ofrece justo lo que necesito. Con pena veo que termina. Con más pena aún le digo que se vaya al cuarto de baño a limpiarse las manos y así regresar al siglo XXI.

2 comentarios:

  1. Estoy pensando poner nombre a mis implantes. Mis dientes llevan demasiado tiempo conmigo como para bautizarlos a estas alturas

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  2. No sé, empanada. A un implante se le pone precio. Un diente es algo más próximo, calcio de tu calcio...

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