viernes, 29 de abril de 2011

"El Museo de la Inocencia", de Orhan Pamuk


Kebal es un joven millonario turco que sale con Sibel, la hija de un diplomático jubilado. Un día, Sibel se fija en un bolso y Kebal se fija en Füsun, la mujer que le vende el bolso. Se fija demasiado en la dependienta, se enamora y se acuesta con ella. No sé si en este orden. Sibel gana un bolso y Kebal una amante.

La vida le sonríe a Kebal entre sábanas calientes. Tiene que decidirse entre una de las mujeres y, tal vez por ese sopor que le llega al cuerpo agradecido, deja que sea el tiempo el que decida. Algo comprensible cuando uno tiene el instinto más que satisfecho. El tiempo es un poco cabrón y primero le quita a Füsun y después a Sibel. Kebal se queda solo, el sudor seco de las sábanas ya no huele tan bien y Orhan Pamuk tiene ya una excusa para llenar seiscientas cuarenta y una páginas.

641 páginas.

¿A quién persigue Kebal? Cuando huele el rastro en las sábanas, todos sus órganos, cabeza incluida, señalan hacia Füsun. Pero Füsun primero desaparece y luego vuelve a asomar la cabeza como una mujer ya casada que vive con su marido en casa de sus padres.

641 páginas, repito.

Son muchas páginas para tan poca historia, porque el bueno de Kebal se dedica, durante ocho años, a ir a cenar a la casa de Füsun, con sus padres y su marido.

Y ya está. Queda por contar el cinco por ciento de la historia, pero no voy a ser tan cruel.

Así que, básicamente, ahí tenemos a Kebal, sentado en la mesa de la familia de Füsun, listo para cenar con ellos, ver la tele, beber raki y dar de comer al canario de la jaula, Limón. Noche tras noche durante ocho años.

Con estos detalles, los habrá que prefieran sentarse frente a un botijo a ver si florece antes que leer el libro. Yo mismo, sin ir más lejos, pero lo fundamental es cómo llena Pamuk, al que un día le dijeron que se fuera para Suecia, que le iban a dar un Nobel, el hueco que hay entre esa historia y las páginas que necesita para contarla. Unos dirán que no logra llenarlo de nada. Yo, desde mi posición como mamífero de sangre caliente, os digo que aquí hay literatura porque, básicamente, hay una mirada.

Pamuk lleva gafas, lo que ya es una buena pista.

Como Pamuk se concede 641 páginas para contar esta historia que podría viajar bien protegida en una sillita de 150 páginas, se da el lujo de detenerse en todo, sobre todo en los objetos. Seguir a Pamuk es como pasear con un niño de cinco años por una calle llena de jugueterías. Todo lo quiere ver. Al principio uno se puede cansar, sobre todo cuando ve que la calle tiene más de seiscientos números, pero al leer a Pamuk todo ese temor desaparece y uno mismo se para a su lado para mirar.

Como la única forma que Kebal tiene de estar cerca de Füsun es poseyendo los objetos relacionados con ella, durante ocho años se dedica a robar todos los que puede. A la cleptomanía por el amor, cogiendo tanto lo que ella tocó como lo que estaba en la escena para su particular museo.

Una horquilla, una pequeña cuchara de hojalata, un salero, un cucurucho mordisqueado, una botella vacía de gaseosa, un reloj de pulsera marca Buren, un pañuelo de cuando era niña, un dedal, un botón, una bobina de hilo, una barrita naranja de pastel, una caja de cerillas, un perro de porcelana, un rallador de membrillos, una baraja, un frasco nuevo de colonia Pe-Re-Ja, 4.213 colillas, un biquini azul o un conjunto de botones de madera.

¿Y todo esto para qué? Pues para enfrentarse al concepto de Tiempo tal y como lo define Aristóteles, que también tiene su sitio en esta novela de seiscientas cuarenta y una páginas. Si uno piensa en el Tiempo acabará deprimiéndose, pero si se detiene en los momentos presentes que une ese Tiempo, la cosa ya cambia.

“Los momentos que llamamos presente, tal y como me ocurría en los días en que empecé a ir a cenar a Çukurcama con una mera sonrisa de Füsun, a veces nos dan felicidad suficiente para un siglo” (Página 354).

Y, para Kebal, no hay mejor manera de recueprar esos momentos que la de conservar los objetos asociados a ellos.

“Los objetos que nos quedan de los momentos felices guardan con mucha más fidelidad que las personas que nos hicieron vivir esa dicha el placer de su recuerdo, sus colores, sus impresiones táctiles y visuales” (Página 98)

Así que lo que empieza como una novela de sábanas calientes y sudor en la espalda, acaba convirtiéndose, después de desarrollarse en una paciente y larga historia de amor, en una lucha por mantener vivos algunos instantes.

Detrás está Estambul, sus calles, los golpes militares, la religión, las presiones sociales, la relación con Occidente y unas cuantas cosas más para que la historia no sea un futón que se apoye directamente en el suelo. Hasta llega a aparecer una mención al sacrificio de Abraham que adquiere todo su sentido con ese final que, ni siquiera ya al final del post, pienso desvelar.

Como resumen diré que, como lector, merece la pena dedicarle tiempo este libro porque uno sale de él cambiado. Que sea mucho o poco depende de la propia susceptibilidad a los golpes de viento, pero hay que ser una piedra para no notar, al final, que el eje de uno se ha desplazado algo. Como escritor, hay capítulos, como “4.213 colillas” o el impresionante “A veces”, que siempre estarán ahí cuando uno necesite algo con lo que afinarse en esos días en los que las palabras salen secas y sin sonido, como tocar el piano con la tapa puesta.

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