domingo, 28 de abril de 2013

El solitario placer de la venganza




El solitario placer de la venganza : El banco de hierro forjado que veo camino de la iglesia del pueblo parece fuera de lugar. Su sitio apropiado sería un parque, pintado de verde, rodeado de naturaleza fácil de mantener y ocupado por ancianos cruzándose información sobre ofertas para alargar la pensión y quinceañeros en silencio lanzándose mensajes en mayúsculas a través de los móviles. Unos pájaros de fondo, un padre en chándal empujando un carrito, un perro de correa tensa controlado por un tipo con tatuajes en el cuello, duro como el mármol. Ahí encajaría bien el banco.

Aquí, bajo un puente, rodeado de hormigón y mirando una estrecha carretera, parece condenado al destierro. Es un banco en el que no me imagino a nadie sentado. Lo miro un buen rato sin conseguir que lo que se me pasa por la cabeza (y son muchas cosas) encaje bien ahí. Un joven delgado tocando una guitarra. Una mujer con bolsas alrededor concediéndole a sus varices la tregua que le piden. Un chaval haciendo a última hora los deberes que había olvidado. Dos municipales charlando de un tema del que han prometido olvidarse cuando se levanten. La promesa de un rápido viaje húmedo. Todo se acaba desvaneciendo sin que le encuentre una justificación a ese banco.

Dejaría de pensar en él si no fuera porque noto cierta intención. El hilo de una historia del que no me veo capaz de tirar. Lo aparto y lo retomo sin mucho éxito durante la ceremonia de la comunión a la que nos han invitado. Como el día es frío, cuando nos reunimos al terminar las indicaciones de cómo llegar a la casa donde se va a celebrar la fiesta se dan de forma precisa. A nosotros : tenemos que coger en sentido contrario la carretera por la que hemos venido, que va desde la iglesia hasta el cementerio, y una vez que lo pasemos seguir recto hasta que nos crucemos con la zona que ya conocemos.

Vuelvo a pasar por delante del banco, ocupado ahora por alguien al que me imagino disfrutando del último viaje de un íntimo enemigo. El fin de uno de esos odios de pueblo que crecen como dos troncos entrelazados.

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