miércoles, 3 de abril de 2013

El fotógrafo de Iwo Jima




El fotógrafo de Iwo Jima : Mi hermano me escribe : “Me rajo…Estoy pluffffff”. También los socios tenemos momentos de flacidez madridista. Esa imagen que se desprende de la prensa de fidelidad total, como si durante veinticuatro horas hubiera que estar dispuesto a ser uno de esos soldados que alzan la bandera en Iwo Jima, es falsa. Hay veces que la bandera blanca no se levanta y uno busca cualquier excusa para justificarse : la lluvia, los deberes de los niños, el cansancio, un tema del trabajo. Todos lo hemos hecho, pidiendo la complicidad de otro madridista en la única confesión en la que continúo creyendo y de la que deseo salir perdonado para seguir siendo blanco. Hoy, por ejemplo, admito como excusa ese pluf con seis efes, seis, que representan el sonido que el sofá emite cuando uno se deja caer en él.

Yo sí me animo a ir aunque no tenga la determinación del soldado convencido. Mi interés es hoy más secundario, atento a esos detalles que forman el encofrado de un partido y que, por personales e irrelevantes, tampoco aparecen en la prensa, para la que los prolegómenos no interesan y el fútbol es, básicamente, penetración. No niego que hay veces que yo también comparto esa filosofía directa, pero hoy me atrae el camino que recorre la costa y no la autovía que lleva al titular.

Necesito ese trayecto en metro, con las primeras bufandas; fijarme en los padres que van con sus hijos; mezclarme con el grupo que asciende ordenadamente por las escaleras mecánicas hacia el estadio; pegarme a una conversación aquí, a otra allá; detenerme en esa luz que ilumina el cartel de la estación “Santiago Bernabéu”, en el arranque suave de una noche sin frío; mirar las luces de los puestos con los artículos del Madrid; pararme frente a las bolsas de plástico con dulces junto a construcciones de botellas de refrescos; percibir el olor de los caballos de la policía, quietos junto al vomitorio; esquivar a la gente que se cruza precipitadamente conmigo; sumergirme en ese murmullo que se genera en los alrededores y que va entrando en el estadio; meter la mano en el bolsillo y sentir ahí el abono; necesito todo esto y, sobre todo, ver cómo la luz del control se pone verde y me permite acceder al estadio para ser parte del encuentro.

Luego el partido puede ser algo decepcionante, como el de hoy frente al Galatasaray, para el que nos habíamos preparado demasiado, temiendo una carrera entre rocas, y que finalmente es un paseo por la playa que provoca que el turco que tengo sentado a mi lado ya no aparezca en la segunda parte. No importa. Todo partido tiene su momento, muchas veces lejos del césped, y hoy no se me escapa : cuando los hinchas turcos encienden sus bengalas, cubriendo de humo toda la zona en la que están, los tres hombres de la cofradía de la ginebra, que se toman su copa en vaso de plástico delante de mí, agitan en respuesta los hielos con un suave movimiento de muñeca. Ahí está el partido y su crónica.

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