lunes, 1 de abril de 2013

La altura máxima




La altura máxima : Hace días que me levanto con la misma ilusión que el bote de pan rallado de la cocina  : a los dos nos espera una jornada con pocas novedades. Cosas del hombre del siglo XXI, de la alienación, de la desorientación del yo, me digo. Y me rasco el cuello y me meto en la ducha.
            
Esta mañana, sin embargo, los tres bocadillos envueltos en papel de aluminio que veo en la cocina me recuerdan que vamos a pasar el día en el zoo. El plan es lo suficientemente bueno como para que el agujero negro en el que a veces se convierte parte de mi yo pierda interés en tragarse a la otra parte en un duelo metafísico en el que peleo contra mí mismo como si tal cosa, tomándome tranquilamente un zumo de naranja y metiendo una taza de leche en el microondas. Hoy me trago la palabra zoo y noto cómo cae, efervescente, en el agujero negro y lo cierra.
            
Ir al zoo un lunes por la mañana es práctico (no hay casi nadie) pero resulta un poco triste (no hay casi nadie). Además, me planteo mientras pago, es posible que a los animales les den el día libre. La idea me inquieta porque en el zoo los niños adquieren la mayoría de edad con ocho años y hoy me toca pagar por ellos como adultos. Por esa cantidad, no sé si sería mejor alquilar al gorila y tenerlo en casa una semana.
            
Tonterías. El dinero que cuesta. Que sea lunes. El cielo gris. Todo esto son tonterías cuando un niño de ocho años tiene delante un día de zoo y animales. Con Daniel a mi lado tengo la prueba. Va de un animal a otro con el mismo interés : no discrimina por tamaño o grado de exotismo. Vale tanto la tortuga como el chinche asesino. Su curiosidad es una vela desplegada que lo lleva a todas partes. La mía, compruebo, está hecha a base de jirones : por eso me cuesta tanto seguir su ritmo y acercarme a mirar cada vez que me llama para compartir conmigo un “ahí va”. Y son decenas de “ahí va”. Lo veo y me recuerda a esos expositores repletos de caramelos de las tiendas de chucherías.
            
Si en el Parque de Atracciones hay un metro para señalar la altura mínima que permite el uso de una atracción, en el zoo esa misma medida es la máxima que te asegura que todos los animales guarden dentro la perla de lo fascinante. Me pego a Daniel para intentar ver lo que él ve. A veces se me nota el esfuerzo y, aunque tenga delante el animal, lo que es parece alejarse, dejándome frente a otro animal : el que ya traía conmigo al venir al zoo. Me paso un buen rato viendo fantasmas, perdida la batalla.
            
“Ahí va”. Vuelve a decirme. Y vuelvo a acercarme para leer las explicaciones que se ofrecen en pequeños paneles como apoyo al visitante al que su mirada no le dice mucho. En esto soy meticuloso y Daniel se queda unos segundos como agradecimiento por estar ahí y como señal de respeto ante los adultos, que parecen insensibles a todo lo que se ofrece por todas partes.

Y todo lo vemos con cuidado hasta que el cielo se rompe y empieza a caer una lluvia que aleja el sol pero acerca a la jungla, borrando el nombre del día, el de la ciudad. Es una lluvia tan fuerte que cuando termina los animales parecen estar algo más libres en un entorno menos urbano en el que los olores han perdido su capa de polvo.
            
Estamos ya agotados. Poco nos dejamos de un inventario casi completo. Daniel insiste en entrar en la tienda de recuerdos y yo le sigo. Se dedica a curiosear. Yo me acerco a la chica que cobra y me quedo mirándola. Me fijo en ella y con la vista busco el cartel que explique qué come, cómo se reproduce, si es especie amenazada y si caza en grupo o va por libre. La chica me indica con un gesto de los hombros que no entiende muy bien qué me pasa. Yo tampoco, ciertamente, pero si sé que si me desatornillara la cabeza y metiera la mano dentro, sacaría, entre un montón de pan rallado, un par de caramelos de colores. 

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