Memorias. Empiezo "Autorretrato" de Éduard Levé en la estación de metro. Me gusta llevar un libro y utilizar el billete como marcapáginas. Es buena forma de combinarlos. Todos nos vamos consumiendo a nuestra manera : el billete, por los viajes hechos; el libro, por las páginas leídas; yo, por las dos cosas. Esa manera de gastarnos a la vez hace que estemos unidos. Cuando llega el metro, con gente que parece a gusto compartiendo el silencio que hay en el vagón, entro y sigo leyendo, pasando las páginas con cuidado. Este silencio como forma de educación. Radio futura. En una pegatina, junto a la puerta del vagón, hay un texto de Radio Futura. No creo que nadie de los que ahora van escuchando música tengan esta canción en sus listas de mp3. Se me hace raro ese aire académico que se le da al texto al quitarle la música. Leo tres versos y al cuarto la música se queda en mi cabeza y tiro las palabras a una papelera. Un hombre y su hijo entran en el vagón. Se sientan en el suelo y hablan entre ellos a gritos. El niño lleva una mochila de colegio y se está bebiendo un zumosol de naranja. El padre también tiene otro zumosol, pero parece que le hubiera echado algo. Por algo, entiendo alcohol. Por alcohol, entiendo algo capaz de cambiarte la voz y de hacerte creer que un vagón de metro es el salón de tu casa y que tu hijo es un compañero de farra. Como los demás no bebemos de su zumosol, no compartimos esa ilusión y nos sentimos violentos. Todos bajamos la cabeza como japoneses arrepentidos y el silencio, que estrené poco antes como forma de educación, se torna violento y embarazoso. Violento y embarazoso, vilento y embarazoso, como las luces de un coche de policía que te obliga a parar en la carretera. El único que parece ver la situación como algo normal, además del padre, es el hijo, lo que, por lo menos para mí, es un consuelo. Cuando llegan a su estación, se levantan los dos. El hijo, con un movimiento. El padre, en varios, como si estuviera alzando unas pesas más cargadas de lo que esperaba. Por mera deformación paternal, se me pasa por la cabeza parar al niño y pedirle que me enseñe los ejercicios que ha hecho para corregirlos. Me callo. Las luces del coche de policía desaparecen pero es necesario que pase un poco de tiempo para que el silencio se calme y todos dejemos de ser japoneses. Alonso Martínez. Si no estabas en Alonso Martínez a las nueve de la mañana es probable que te hubieras preguntado, ¿dónde está la gente?. Aquí. Me uno a la cola que espera subir por las escaleras mecánicas. Lo que veo me recuerda a la masa de las croquetas removida por las aspas de la máquina. A la gente no le gusta el metro por la gente, a mí , que me encantan las croquetas, me gusta el metro por la gente. Por eso no me quejo ni siquiera mentalmente. Ni joder. Ni vaya fila. Ni qué despacio va esto. Nada. Si me abrieran la cabeza verían mi cerebro como esa pasta de las croquetas, uniforme, calentito y esperando, feliz, ese momento en el que se le añade el jamón serrano y los huevos duros. Así que no busquéis ironía aquí porque no la vais a encontrar. Subo sin prisas por la escalera metálica mirando a la gente. Me gusta ver gente, sí, pero, sobre todo, necesito ver gente. Estoy viendo más gente aquí que en el resto del mes. Una niña negra llora en los brazos de su padre. Su llanto me llega entre frase y frase de Édouard Levé, así de bueno es. Ni siquiera me molesta que llore. La niña acompaña el llanto con lágrimas, un leve movimiento de hombros y pequeñas arrugas en la frente y los ojos. Es un llanto que practica para hacerse adulto. La niña tiene el pelo recogido en trenzas atadas por cintas de colores. Su padre le dice algo en un idioma que no entiendo pero utilizando un tono que sí me es familiar : No llores, le viene a decir, básicamente. La niña no entiende ni el idioma ni el tono, porque los niños cuando lloran se inventan su propio lenguaje y, además, se tragan las palabras que podrían calmarles. Es un esfuerzo inútil, como verse arrastrado hacia una cascada en una balsa de plástico. Sólo vas a conseguir cansarte. Sigue hablando con ella. De la frase reconozco las palabras “Santiago Bernabéu”. Tal vez la esté amenazando con avisar a Mou si sigue llorando. Todos hemos perdido los nervios por culpa del llanto de nuestros hijos. Todos hemos hecho cosas de las que más tarde, cuando ya nos hemos caído por la catarata, nos hemos arrepentido. Línea 4 : En Alonso Martínez cambio a la línea 4. La línea cuatro no me trae buenos recuerdos porque era la que cogía para ir a trabajar los viernes y los sábados a la empresa de mi padre. Contabilidad, impuestos, cuentas. La orilla a la que te lleva la vida si no te animas a coger los remos. Esta frase se la dejo a algún profesional del coaching. Un Mac que funcionaba con disquetes, una impresora de papel continuo, un cuarto sin ventanas. Otro lugar en otro tiempo, en fin. A veces venía mi padre y comíamos en un Burguer King. Se pedía el mismo menú que yo y le daba un mordisco grande a la hamburguesa, tal vez contento de tenerme con él para echarle una mano. La empresa cerró, mi padre murió y la línea cuatro sigue aquí para que me acuerde de ese Mac y de esa hamburguesa. Escaleras. Dejo que la voluntad y mis piernas hablen entre ellas. No tardan en ponerse de acuerdo, lo que me gusta, y me veo subiendo las escaleras a buen ritmo, a la misma velocidad que los que van por las mecánicas. Sus cabezas avanzan en una perfecta línea recta, la mía va dando pequeños botes. Yo soy un artesano de las escaleras, ellos la suben de forma industrial. Tecnología. A mi izquierda, en el andén, un chico de barba cuidada escucha música en unos auriculares grandes y plateados en los que me veo reflejado, mientras, con una sola mano, consulta en su móvil el Facebook. A mi derecha, una chica, camino quizás de alguna carrera de letras, escucha música con una PSP (sigue el ritmo suavemente con la cabeza) que al rato coge con las dos manos, atenta a la pantalla. Yo llevo el iPhone en el bolsillo. Podría haber descargado el libro de Édouard Levé y leerlo en la pantalla, pero la tecnología, y menos aún un kindle, no podrá igualar el placer que siento al llevar el libro en la mano con el índice en el punto en el que he dejado la lectura. Más tarde, ese índice, del que ahora tengo tan buena opinión, será incapaz de mostrarle a una chica dónde está el museo arqueológico. Dudará entre señalar a la izquierda o a la derecha. Un momento, le diré a la chica, y sacaré el iPhone y consultaré la dirección en el Safari y se lo diré con una exactitud que me hará sentir otra persona. La chica dirá gracias, porque ya se veía que era educada, pero las gracias serán para el iPhone, no para mí. Le dará las gracias a la teconología y a Steve Jobs y a los chinos que fabricaron este iPhone en una planta de China en condiciones que aquí nos harían mirar al suelo con una vaga sensación de culpabilidad. Una chica en el suelo, en Alonso Martínez, cuando cojo el metro para volver a casa. Junto a ella hay tres hombres fuertes, o gordos, tratando de ayudarla. Uno se preocupa por su bolso. Otro le da aire con un periódico gratuito, dándole así, por fin, una razón para existir. Otro le ofrece una botella de agua con cuidado, como si la chica se acabara de desmayar después de recorrer el Dakar- Madrid sin parar. La escena me recuerda a los Reyes Magos, que esta vez no llegan de Oriente, sino de Securitas. La chica hace esfuerzos por incorporarse, pero vuelve a tumbarse. Es joven y está bien vestida, así que creo que todos sentimos cierta lástima por ella. Miramos la escena unos segundos, apartamos la vista y volvemos a mirar, como recomiendan que se haga con el sol para no quedarse ciego. Hacemos preguntas con la mirada sabiendo que nadie nos las va a responder. Recuerdo algo que leí en un libro sobre un experimento. La conclusión del mismo era que, frente a una desgracia particular, la multitud no actúa porque piensa que otro del grupo lo hará, no porque seamos unos cabrones sin remedio. Así que si tienes pensado desmayarte, hazlo en un sitio en el que haya poca gente : tus posibilidades de que te atiendan serán mucho más grandes. Llega el metro y me alejo de la mujer en el suelo sin saber nada más de ella. Una chica con rangos orientales esta sentada, sóla, a mi izquierda. Para mí, sólo puede ser china o japonesa, igual que los plátanos son de Canarias o del resto del mundo. Esto demuestra mis limitaciones, pero es lo que hay. Decido que es china porque no lleva moda, sino ropa. Y una ropa con la que sólo pretende protegerse, el nivel más básico del uso de la ropa y que yo comparto con ella. Tiene la mirada fija en una idea que le da vueltas por la cabeza. Una intensidad que mira hacia dentro, haciendo que nada en el metro, incluido yo, existamos para ella. Ella misma parece estar a punto de desaparecer en una tristeza ordenada y compacta, de esas que no desaparecen con una charla por el móvil o un par de copas de vino. A sus pies tiene una bolsa de la que sobresalen varios artículos envueltos en papel transparente, con aire de todo a cien. Me bajo en la estación en la que empecé el libro de Éduard Levé. En las escaleras mecánicas aprovecho para leer algunas frases más. La tregua del metro se termina.
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