La profesora de Lucía mueve mucho las manos, como si estuviera dirigiendo una orquesta de chimpancés nerviosos, pero delante de ella sólo estamos María y yo. Además de mover mucho las manos, habla muy deprisa, como un globo que hubiera retenido durante mucho tiempo el aire y por fin pudiera soltarlo. Casi puedo ver las palabras pasando por encima de mi. Estoy tan aturdido que no sé si atender a sus palabras o a sus manos. De verdad que no lo sé.
María la escucha con atención, con la parsimonia de la que ve subir un gusano peludo por la corteza de un árbol. En el cerebro de una mujer parece que hay tiempo suficiente para hacerlo todo. En el mío, no. Sólo he entendido la primera frase.
-Lucía va muy bien.
Que es una frase rotunda y definitiva. Puedes pedirle a alguien que te narre un partido o que te diga el resultado. Esa frase es el resultado, el marcador que demuestra que Lucía gana por goleada en todos los campos en los que se presenta. Yo me siento orgulloso como padre y más contento estaría si fuera su entrenador, pero no sé hasta qué punto un padre es entrenador o la habilidad de hacerlo bien sobre tierra o barro es algo genético.
Debate inútil porque después de esa frase, que es como una salsa dulce y densa en la que me gusta que el cerebro se reboce, no entiendo nada más. Nada. Las manos, los chimpancés, el globo naranja que se desinfla y mi incapacidad de organizarlo todo.
Presto atención entonces a cosas que no se mueven. En comparación con la profesora, todo está aún más quieto, un grado por debajo de la inmovilidad, para el que debe existir una palabra que yo no sé. Un tarro con un tallo verde, un cartel con la palabra blackboard, una caja con los lápices revueltos, una g de trazo grueso y grande pegada en una pared, una percha pequeña con un nombre escrito a mano encima, la tabla del pupitre en la que apoyo los brazos, una celda con una taza roja de plástico, un pequeño aparato de música, una flor pegada en el cristal, una lista encabezada por la palabra cuentas y , debajo, los nombres de todos los niños con distintas pegatinas azules al lado de cada uno.
Ese rápido inventario lo combino con miradas a la profesora para no resultar maleducado, porque esa profesora habla con cariño de Lucía, y eso es lo que más valoro. Cuando asumo que no voy a poder subirme a ese tren que se aleja, en el que mi mujer y la profesora hablan, dejo de correr y me dedico a pasear. Estar ahí sentado, en una clase de niños de seis años, sienta muy bien. Deberían alquilar estas aulas para ejecutivos desorientados o, en general, para desorientados. A pesar del desorden de los objetos, todo parece estar aquí en su sitio. Están en la fase del “Había una vez” y si consigues sentirte a gusto en una pequeña silla diseñada para el culo de un niño de seis años, el resto te será concedido.
Tan tranquilo estoy que acabo convirtiéndome en el gusano que sube por el árbol. Me cuesta un poco de tiempo darme cuenta, al cabo de un rato, de que esta tregua se ha terminado. Las dos mujeres se están poniendo de pie. Realizar la metamorfosis y convertirse en gusano es muy fácil, diga lo que diga Kafka, lo que duele es volver a ser persona en una historia que está más cerca del “colorín, colorado”.
-Y este es el pupitre de Lucía – nos dice la profesora al salir de clase. Me fijo en que tiene los ojos azules. En ese momento pienso que todas las profesoras deberían tener los ojos azules.
Paso la mano por el pupitre. Podríamos decir que es una caricia, sí, pero es que los gusanos somos así de sentimentales.
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