viernes, 6 de abril de 2012

Granizo



Granizo : Estoy solo en la casa, leyendo el Babelia entero, algo que no hacía desde hace mucho tiempo. A pesar de que está oscureciendo, no he encendido la luz porque los ojos se han ido acostumbrando, poco a poco, lo que, ya sé, no es aconsejable para la vista, pero le impone cierta urgencia a la lectura : tengo que aprovechar la luz y el tiempo para leer lo que quiera. Voy saltando de un artículo a otro guiándome por una frase entre comillas, una fotografía de Marilyn, la portada de un libro que he leído o la mención a Nietzsche. Me siento como en esos hoteles en los que te demoras un poco sin saber que el horario del desayuno está adaptado a los extranjeros y al bajar te encuentras con que algunas jarras de zumo están vacías y en las bandejas en las que debería haber jamón serrano o donuts recién hechos (recién abiertos) ya no queda nada. Podría encender la luz, pero al hacerlo dejaría la lectura para más tarde y se perdería ese ambiente tan apropiado para leer temas culturales. Por eso sigo leyendo, atento, fijándome en cada frase como si escondiera una indicación que seguir, hasta que un ruido me distrae.

Me recuerda al sonido de la grava cayendo. Primero un golpe seco y, poco a poco, más y más. Me asomo a la ventana y veo cómo caen pequeños trozos de hielo al suelo. Al golpear el suelo rebotan un par de veces antes de quedarse quietos, lo que la sensación de que el suelo hirviera. Abro la ventana para coger uno de los que se han quedado en el alféizar : más que en el hielo, me hacen pensar en esas capas de azúcar denso que cubren algunas tartas y que se convierten en trozos pequeños cuando las cortas (y el placer de llevarse uno de ellos a la boca no se parece en nada al del trozo que cortas con el tenedor). Lo devuelvo al alféizar. En el patio al que da la ventana hay varios juguetes abandonados. Entre ellos un coche que, cortado por la mitad, similar el que decoraba la pared de un restaurante mexicano al que fuimos los cuatro, da la sensación de tener el morro enterrado en el suelo. El granizo que se va acumulando alrededor de él muestra que estaba en el sitio justo y que el momento apropiado es éste, en el que no hay ningún niño alrededor para disfrutar de él. 

Como estoy solo, puedo observar el patio sin que ningún comentario me distraiga, centrado en ese ruido del granizo. No me sorprende, por la forma de caer, que la nieve sea un concepto femenino y el granizo masculino. Por la violencia y la rapidez con la que trata de cubrir todo sé que, aunque no soy ningún experto en granizo, es cuestión de un par de minutos. Igual que esos concursos en los que tienes que realizar una tarea en un plazo fijo, aquí parece que existiera un tope de tiempo lograr el objetivo de tapar la mayor cantidad de superficie posible. Es un sonido que le va bien a la tarde. Con la misma rapidez con la que empezó a caer, comienza ya a amainar. Las nubes se van sacudiendo las últimas piedras de hielo, que caen sin atraer el mismo interés, demostrando que hasta en la Naturaleza importa el orden.

Tras la última piedra comienza a llover, disolviendo el granizo y quitándole el orgullo de lo sólido.

Vuelvo al Babelia. Sé que he perdido tiempo con el granizo y que eso ya a significar que algún artículo se quede sin leer. No me importa demasiado. El sonido que hay ahora en la casa es distinto, relajado, el que rodea a las cosas cuando están ordenadas. Me gusta regresar al periódico abierto sobre una mesa grande. Los artículos se ofrecen con cierta voluptuosidad que no se encuentra en ningún formato digital. Aquí, frente a las hojas desplegadas, se lee con todo el cuerpo, siguiendo el movimiento de la cabeza según recorre las fotografías o las frases, con las manos agarradas entre los muslos, sueltas sólo para pasar la página y volver a su posición original. Frente a una pantalla, la cabeza y hasta los ojos apenas se mueven : no es la cabeza la que va al texto, sino el texto, ampliando o disminuyendo la imagen con falsos pellizcos sobre el cristal, el que se acerca a los ojos. Leer en este momento es recuperar el placer de involucrar a todo el cuerpo en la interpretación de lo que está ahí escrito.

La luz prácticamente desaparece cuando termino un artículo sobre los últimos días de Nietzsche, en ese último instante de lucidez antes de sumergirse en la locura de los últimos diez años de vida : “Madre, soy tonto”. No hay nada más que añadir. Encender la luz ahora sería alargar de forma artificial algo que ya ha tenido su punto final. Y así deber ser.

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