lunes, 9 de abril de 2012

Hay que echarle huevos



Hay que echarle huevos Dice Martin Lindstrom, uno de los gurús del neuromarketing, esa ciencia que, analizando el cerebro, te explica por qué tus inclinaciones al comprar giran a la derecha o a la izquierda cuando tú te veías como una flecha recta, que si vas a la compra con niños, gastas un 30% más. Lo que no sé es si ese 30% se duplica si vas con mellizos porque los caprichos llegan de dos en dos, riéndose, sabiendo que les voy a decir que dos no, que devuelvan una de las cajas de huevos kinder, con lo que una se queda en el carro y la otra regresa a la estantería.

Dice Martin Lindstrom que los niños saben explotar nuestro sentimiento de culpabilidad por no pasar con ellos todo el tiempo que nos gustaría y que accedemos a sus caprichos para calmar esa culpa. No, la culpa, no, Martin, se accede para acabar con el asedio continuo. Ojalá esa culpa desapareciera comprando dos huevos kínder. Si fuera tan sencillo.

En todo caso, si hoy accedo a los huevos kínder es por un tema de salud, de higiene, como el que devuelve a su posición vertical los libros de la estantería que se han vencido, inclinados unos sobre otros por el peso de una penitencia impuesta. Se los van a comer ellos pero me los compro para mí, porque el resto de la lista es una sucesión de cosas necesarias que me limito a echar en el carro como si fueran las indicaciones de esa receta que escriben desde Berlín.

Los mellizos juegan a perderse y a encontrarme entre pasillos de gente con carritos. Les digo que me busquen un artículo aburrido, “Piña pelada N.” y ellos salen corriendo a ver quién es el primero que la encuentra. Es posible que me gaste un 30% más en la compra, pero también es un 30% más divertida, un 30% más lenta (hay que tener paciencia mientras intentan hacer el nudo en la bolsa de plástico de las naranjas), un 30% más arriesgada (cuando insisten en empujar el carrito por una zona sin espacio y repleta de frágiles tobillos), un 30% más anárquica (paso varias veces por el mismo sitio buscándoles) o un 30% más razonada (no vale el porque no para que se convenzan de que eso no entra en el carro).

-Aquí está la piña – me dice Daniel – Pero me ha dejado las manos pringosas.

La compra también es un 30% más sucia cuando veo cómo, para que no se le peguen las manos, Daniel se pasa la lengua por la palma. Mi cara debe ser un 30% más expresiva porque él deja de lamerse un 30% antes de lo que lo haría si le hubiese hablado. Noto un 30% más de pena en su cara por lo que ha hecho. Tal vez, incluso, un 30% más de arrepentimiento que, espero, convierta este triste acontecimiento en un hecho un 30% más pedagógico para el futuro.

Ya en la caja, cada uno guarda los artículos que le gustan en su bolsa, dejándome sólo con una para meter en ella el resto de la compra. Me miran como si la división del trabajo fuera perfectamente justa. Ese estrés normal que se experimenta al ver cómo se acumulan los artículos que la cajera pasa rápidamente por el control es en este momento un 30% más alto. 

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