viernes, 8 de julio de 2011

La peluquera deprimida


A las nueve y treinta y un minutos suben la persiana metálica. Habría que crear un índice que mostrara la cantidad de persianas que se suben cada día como reflejo de la situación económica y contarlo en los telediarios. En vez de eso, apalancamientos, pruebas de stress y demás mierdas.

-¿Qué quieres? – me pregunta una de las dos chicas de negro.

Es una pregunta fácil porque estoy en una peluquería.

-Cortarme el pelo.

Termina de doblar la toalla que tiene entre manos y asiente. Quizás sea una contraseña, fácil, eso sí, que les permita rechazar a gente que venga con otros propósito.

-Vengo a estudiar el índice de apalancamiento del negocio
-Vete para casa y tómate mucho café.

A pesar de mis prisas por aprovechar un hueco antes de ir al trabajo, no he sido el primero. Se me adelanta una mujer delgada con gafas de sol a la que le ponen una especia de bata con cierta urgencia, como si su pelo necesitara, más que un tratamiento, una intervención. La chica que me ha preguntado la contraseña se marcha con ella.

La que queda me dice que me prepare, lo que en este ambiente quiere decir que me siente en una de las dos sillas que tienen para los hombres. Si nos pusiéramos tontos, podríamos pedir igualdad de sillas de género en las peluquerías y esas cosas, pero dedico menos tiempo a pensar en eso que a escribirlo ahora. Me siento en mi silla porque uno de los placeres de la peluquería es obedecer. Obedecer cuando no te cuesta nada ni te va a doler es agradable.

Como es tan pronto, todavía no ha llegado la prensa, que aquí entregan en una fina bolsa de papel que una vez pude abrir. Otro placer añadido del que hoy no puedo disfrutar. Me dedico un vistazo al espejo y como me encuentro menos interesante que a la peluquera, me fijo en ella, en su pelo y en el tatuaje que tiene en la parte interior del brazo izquierdo.

-Cuéntame – me dice.

-Al dos – le digo.

Coge la maquinilla y por un momento se vuelve estatua, escuchando atentamente lo que le dice su compañera desde la sección femenina.

-En cinco minutos termino – le dice.

Pone la maquinilla en marcha y estamos en un prado en el que ella es pastor y yo oveja. Es una pena que el pelo que cae, en su mayoría blanco, no se pueda aprovechar para hacer jerséis. La escena bucólica evita que ciertos elementos, como el aparato eléctrico en su mano, el tatuaje y el traje negro, me lleven a otros géneros. Hago fuerza para mantenerme en el pastoril.

-Sí.

La veo trabajar con cierta resignación, como si se preguntara si sus años de estudios y aprendizaje han acabado en esto, en cortarle el pelo a un cuarentón con una maquinilla. Cada cierto tiempo se detiene para atender a las clientas que van llegando.

Aprovecho entonces para mirarme en el espejo y acostumbrarme a lo que encuentro. No lleva mucho tiempo.

Aprovecho después para fijarme en la chica, que, inclinada sobre un cuaderno, parece una enfermera que diera información a los familiares que vienen a informarse sobre alguien ingresado. Me sorprende la seriedad de las mujeres que entran y salen.

-Hoy no paran de llegar – me dice – El viernes pasado no vino casi nadie y hoy vienen todas.

No sé si su queja tiene que ver con el viernes pasado o con éste, lo que me impide saber si a esta peluquera le gusta mucho el trabajo o no hacer nada. Cortarle el pelo a alguien con una maquinilla no me da pistas. Lo que lleva tatuado es un nombre rodeado de florituras, como de anuncio de colonia, pero no puedo leerlo.

-Ya está – me dice.

Han sido menos de cinco minutos y para ver el resultado me fijo en todo el pelo que hay en el suelo, que era lo que quería. Es un pelo de otra estación. Ahora, oficialmente, por lo que a mí respecta, acaba de entrar el verano. Para celebrarlo, le digo que sí a la peluquera cuando me propone lavarme la cabeza. Otro buen momento para obedecer.

Me siento y me coloca una pequeña toalla negra detrás, como si fuera un aprendiz de superhéroe que llevara muy poco tiempo en el sector y tuviera que ganarse el resto de la capa. Me pregunta por el agua y le digo que está bien.

-Vamos a terminar muy pronto – me dice.

Lo que es cierto. Con este pelo, se necesita menos agua para lavarme que para bautizar a un bebé. La imagen me lleva a otra curiosa asociación de ideas que dejo aquí para que el que quiera la utilice. Agua, bautizo y peluquera, para los despistados. Me seca con mi propia capa.

-Vamos a terminar muy pronto – me repite.

Dos pasadas y estoy listo. Todo ha ido muy rápido y se lo comento.

-La verdad es que os envidio – me dice – Porque podéis llevar el pelo tan corto. Yo todas las mañanas tengo que dedicarle un buen rato al mío.

Noto que lo dice en serio, que a ella le gustaría ser Sinead O´Connor. Debe ser la primera peluquera que me encuentro que se confiesa así. Mientras en sus manos tiene una gran melena, que peina, lava, corta, tiñe, retoca, seca, define, alisa, riza o retoca, en el fondo está soñando con esa maquinilla que acaba de dejar.

No sé si pensar así la convierte en un topo, alguien a quien debo delatar a su otra compañera y a todas las clientas que entran a esta hora. Para animarla, porque veo que su pena es sincera, le digo que nosotros, a cambio, tenemos que afeitarnos.

Valora lo que le digo en silencio, pero apenas cambia el gesto de su cara. Me dan ganas de coger un caramelo del plato que tienen en la recepción y ofrecérselo. Me parece que esta chica sigue en pleno invierno.

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