A las ocho y media se queda vacía la piscina.
Nosotros hemos sido los últimos en marcharnos porque los enanos, a pesar de las nubes que cubrían el sol y del viento que hacía, se han empeñado en bajar a bañarse. Han abierto la ducha, pero el aire empujaba hacia un lado el chorro fino de agua, así que han pasado por debajo sin mojarse pero corriendo y poniendo cara de frío.
Daniel ha estado saltando y saliendo del agua los quince minutos que hemos estado. Lucía, más tranquila, parece que bajara para ponerse el bikini. Veo cómo se ajusta la parte de arriba a un cuerpo totalmente liso.
-Para que no se me vean las tetorras – me dice.
Yo, mientras, leo el periódico. No cuentan nada de lo que hay que hablar. Más que informar, parece que buscaran provocar un estado de ánimo. Tendría que tirarlo a la piscina, como hacía Umbral con los libros que no le gustaban. Los enanos salen cuando ya no pueden seguir convenciéndose de que el agua está lista y se juntan a mí, en el único sitio de la piscina en el que da un poco de sol. Así estamos los tres un rato, juntos.
A las ocho y media, nos subimos a casa.
Desde el balcón veo a la socorrista sentada en una de las sillas de plástico, con las gafas puestas, vestida, las piernas estiradas, los brazos cruzados, casi inmóvil a excepción de un pie, cuya puntera mueve de derecha a izquierda, ya ha tumbado las sombrillas, a su lado tiene su bolsa, lista, parece fijarse en la puntera de su pie.
Nadie va a venir pero ella tiene que estar hasta las nueve, limitándose a no hacer nada. Es una buena imagen de cómo me he sentido hoy, de por qué he acabado tan cansado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario