Coincido en el ascensor con una madre que lleva en brazos a su hijo de dos años.
Las madres en la piscina cumplen una labor preventiva. La socorrista, en cambio, acude cuando el mal ya está hecho. Ese tipo de mal que se cura con una tirita, o unos masajes, o un poco de aire en la herida, o unas gotas de betadine, o algo de algodón, o unas palabras tranquilizadoras, o una sonrisa, o un poco de crema, o un suave masaje o una visita al médico de urgencias.
Sentada en su silla de plástico, la socorrista, más que mirar, escucha. Podría tener un gorro tapándole la cara, las piernas estiradas y las manos, una sobre otra, en la tripa si en medio del sueño su oído siguiera atento.
Se acerca cuando escucha a Daniel llorar. Se ha golpeado las rodillas contra la escalera y viene a ver si la cosa es grave. Con sus dedos palpa una rodilla y después otra. Sus movimientos, no sé por qué, me hacen pensar en una persona ciega. Lo que para mi es una rodilla, para ella es un conjunto de huesos que parecen estar en su sitio.
Pensaba que las socorristas se limitaban a nadar.
-Se ha golpeado con otra niña que salía de la piscina – nos dice.
Y mientras nos dice esto levanta la cabeza al escuchar a otro niño llorar. Nada serio.
Así que pensaba, como decía, que las socorristas se limitaban a nadar, pero eso es porque he visto muchas series americanas, de las que te convencen de que las cosas son como te las cuentan.
Me pregunto si la socorrista llevará un blog.
Me despido de la madre y de su hijo, que van una planta más arriba. Si en la próxima reunión de vecinos alguien propone cerrar la piscina cuanto antes, ya sé de quién habrá salido la idea.
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