domingo, 10 de julio de 2011

Las vidas de una gata


En la casa que unos amigos tienen en el pueblo hay cuatro gatos.

Uno se pasa todo el día tumbado en una silla de plástico durmiendo: es un sueño largo al que se ha abandonado con todo su cuerpo, que parece desmontado con cuidado para montarlo de nuevo el lunes.

Otro maulla para entrar en la casa y, cuando lo logra, cruza rápidamente la cocina para pedir que le abramos la puerta que le permita salir de nuevo.

El tercero camina tranquilamente. Visita la construcción en la que sólo quedan cinco pájaros y parece decirles :

-Vosotros dentro y yo fuera.

Se acerca a ver a las gallinas y a los dos gallos, de los que él mas pequeño se ha convertido en el dueño del corral, y parece decirles.

-Vosotros dentro y yo fuera.

Y después avanza entre patatas, pimientos y unos tomates que empiezan a madurar y a oler a tomate, ese olor que ya no se puede comprar en la ciudad. Cuando termina su paseo se acerca al árbol que tenemos cerca de la mesa en la que Daniel y Lucía están merendando y, estirándose, araña la corteza con sus garras delanteras varias veces. Lo hace lentamente, como si entre el árbol y el gato hubiera algo personal. Después se acerca a donde estamos y Lucía comienza a gritar.

Lucía le tiene pánico a los perros y a los gatos. Toda su frialdad británica, que posiblemente se haya traído de otras vidas, se desmorona cuando ve al gato caminar hacia nosotros después de abandonar el árbol. El suyo es un pánico sin resquicios, si es que la palabra lo permite. Un gran cuadrado perfecto, rotundo. La que no ha sentido sus efectos cree que es suficiente con decir :

-Si no hace nada.

Lo que es como decir que basta con bajar las persianas para protegerte del disparo de un obús. El problema no es el gato, sino la idea de gato que Lucía tiene en la cabeza. Tal vez también se la haya traído de otras vidas, porque en ésta casi nunca ha tenido un gato cerca y los pocos que se han saltado el control pertenecían a la raza de los peluches.

El mundo desaparece para Lucía. Ya no existe la mesa, ni su silla, ni el plato, ni el bocadillo que se está comiendo y que sostiene con las dos manos, ni el paquete de galletas, ni el libro forrado, ni su taza de leche con chocolate, ni el sol que le da en la cara, ni la cámara con la que respondo a esa exigencia de la luz del atardecer en su cara, ni su buen humor.

En un instante grita y salta hacia mí con la agilidad de esa gata inglesa que debió ser en otra vida. Su corazón late con fuerza, como si corriera por ella para alejarla de aquí. Ella es la cuarta gata. Mi gata.

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