El tercer intento : La precisión de los números del circo nos distancia de lo que vemos. No es
lógico, pero es así : la precisión es esa playa de aguas tranquilas con la que soñamos durante once
meses de trabajo y en la que no sabemos qué hacer cuando nos encontramos en
ella, echando mano del Marca y de las pipas. El maestro de
ceremonias nos explica que el león blanco que está en la pista todavía no está domado
(pero parece sumiso al hombre que le ofrece trozos de carne con un palo);
nos cuenta que el hombre tiburón tiene que reducir su ritmo para aguantar cinco
minutos encerrado en una caja bajo el agua (pero apenas tarda en recuperarse); anuncia
que el malabarista va a añadir una pelota más al número que hace encima de la
moto (pero todas le obedecen, como seducidas por su sonrisa). Entonces llega el
número de los funámbulos y los dos
primeros intentos del hombre de saltar por encima de su compañera y caer de pie
fracasan, obligándolo a agarrarse con las manos a la cuerda. Antes del tercero,
hasta el murmullo de los niños baja de intensidad y no es difícil suponer que,
por un momento, todos los que hemos ido al circo estamos realmente ahí,
pendientes de todos los gestos, de cómo ella agacha un poco la cabeza, de cómo
él levanta un poco ambas manos, como si pudiera impulsarse apoyándose en el
aire. Somos conscientes de la distancia al suelo, de su respiración, del ligero
balanceo de la cuerda, de que sus sombras azuladas al fondo de la carpa también
son las nuestras. Descubrimos, en fin, que es la aleta del tiburón la que le da vida al mar.
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