La paciencia del
cazador : Daniel me pide unos minutos más para terminar su diario antes de
acostarse. Al rato me acerco a decirle que ya ha pasado el tiempo. No le importa que lea la hoja de hoy. Veo que en la narración del día ha escrito que se lo ha pasado genial. Un
genial en mayúsculas y en rojo. No explica por qué ha sido un día genial y yo
tampoco se lo pregunto. Me basta con saber que se va a la cama con esa
sensación.
Mi día no ha sido genial, pero
tampoco ha estado mal. En un despacho de la Castellana un experto en finanzas
me ha explicado cómo se valora una empresa.
-Ni flujos de caja ni historias.
Multiplicas el Ebidta por cinco y el quitas la deuda de la empresa. Eso es lo
que se ofrece ahora.
Es una buena lección. Escribe en
una hoja grande junto a una ventana desde la que se ve la FNAC. Esa es una
buena imagen de mi vida, el Word, el Excel, las letras, los números, tan lejos,
tan cerca. Agradezco esa clase rápida. La botella de agua por estrenar, el
lápiz afilado, el cuaderno de hojas, los cuadros en la pared de enfrente con
reproducciones de acciones y la bandeja con las tazas del café tratan de
hacerme sentir cómodo. Pero…
Pero al salir miro la hora y veo
que tengo tiempo para entrar en la librería Lé. En la mesa de novedades, el
tercer libro de crónicas de Antunes. No lo cojo porque busco otro : el número
cinco de una serie que Lucía está leyendo. Llevamos persiguiéndolo (ése es ya
el término más apropiado) mucho tiempo. Es un libro escurridizo, con el oído
muy fino y el olfato sensible. A veces, al llegar a la estantería vemos su
hueco como la única pista de que estaba ahí y que, de nuevo, ha sido más rápido
que nosotros. La búsqueda se ha alargado tanto que Lucía ha acabado perdiendo
la esperanza, como si fuéramos dos paleontólogos tratando de cazar un dinosaurio
olfateando sus fósiles.
Y quizás porque no es la hora,
porque es jueves, porque la librería está casi vacía, porque los vendedores
hablan entre ellos como si no hubiera nadie, quizás por todo esto cuando me
acero sin fe a la estantería (voy solo y no tengo que fingir), me encuentro con
ese libro que se nos ha escapado tantas veces.
Mientras Daniel guarda su diario,
Lucía lee el libro en su cama. Es ahora a ella a la que tengo que decirle que
apague la luz. Me paro en la puerta para verla leer tan concentrada, sus manos
agarrando el libro con cuidado. La lámpara crea un círculo de luz perfecto. Me
siento como la aguja que se acerca al globo.
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