miércoles, 6 de febrero de 2013

Alas de chocolate



Alas de chocolate : Entro en la pastelería con una urgencia que se disuelve como el vaho al salir de la boca cuando la dependienta me mira tranquilamente. Le falta decirme : ¿tú ves prisa en este mostrador?. Me falta responderle : No. En absoluto. Mire donde mire sólo hay tiempo sólido mezclado con azúcar. Avanza más un reloj roto. Sé que debería haber dejado las prisas en la entrada, como los zapatos en un templo, pero es que tengo a mis hijos en el coche y se trata de una urgencia. Tengo tanta prisa que no puedo ni describir a la mujer, ni su tez de vainilla ni sus ojos de trufa negra.

-Un donut.
-No tengo.

Una urgencia, decía, porque Daniel no ha cogido nada para comer en el colegio y hoy, precisamente hoy, hemos soportado la cola de coches más larga para salir del barrio que han visto estos ojos desde que tengo ojos. Ya las puertas del colegio están abiertas, ya los profesores empiezan a ver qué pupitres están vacíos, ya el bedel, en fin, saca la llave del bolsillo para cerrar la puerta del saber. Nos quedan un par de minutos para que nos destierren todo el día y la educación de mis hijos se retrase ocho horas de por vida.

-Tengo palmeras, ensaimadas…
-Una palmera.

El encargo era un donut, pero a la palmera, que parece las alas del ángel de la guarda de los golosos, no le puedo decir que no. Las veo gruesas y cubiertas por un chocolate tan oscuro que me sólo me queda una opción, como si fuera el único carril abierto en un peaje. Pues una palmera. Me quiero creer que es del día, que esta madrugada el pastelero, envuelto en sueño, ha dado lo mejor de sí para que yo ahora la pueda comprar. Pues una palmera, aunque lo más seguro es que la hayan recibido esta mañana de alguna fábrica de las afueras donde las máquinas no saben ni de sueño, ni de día ni de noche.

Salgo de la pastelería con la palmera en una bolsa. Y pienso dos cosas. La primera, una tontería, que deberíamos comprar los objetos de uno en uno. Se nos iría todo un día en hacer la compra, pero con cada uno nos llevaríamos parte de esa esencia que se pierde entre cinco bolsas en un carro repleto. La segunda, que hay un placer especial en comprar algo para entregárselo a alguien que lo quiere. Sé que este placer va a envolver el día como el chocolate a la palmera.

Daniel saca la palmera de la bolsa. Su silencio me dice que ahí hay palmera para varios días, que si es para uno solo tendrá que comérsela durante todo el día. Me ofrezco a quedarme con la mitad y eso le tranquiliza : eso sí puede envolverlo con su hambre. Antes de entrar en el colegio partimos la palmera con la solemnidad con la que firmaría un tratado de paz. Un gesto preciso : no cae ni una miga. El mete la suya en la mochila y yo la mía en una bolsa de plástico.

A media mañana, en el trabajo, cojo la palmera de la bolsa para comérmela y me acuerdo de Daniel, que igual ha empezado con la suya. La distancia, que une mucho.

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