El puente de
piedra : Cada cinco frases se me escapa un bostezo cada vez más grande, como si
en vez de irme a dormir me esperaran seis meses de hibernación. La tendencia
natural es leer deprisa para apagar la luz, dar besos, sí, voy, ir a por el
vaso de agua, encender otra vez la luz, ver cómo bebe, decirle que de nada,
apagar la luz, repetir los besos desde el mismo punto, como una falta que
hubiera que lanzar otra vez, desear que descanse, que sueñe con cosas
agradables, que duerma de un tirón. He desarrollado la capacidad de leer sin
prestar atención, como un pasajero desganado que apoyara su cara contra la
ventana del autobús, únicamente pendiente de la parada que me permita volver al
salón y, derrotado, ver alguna serie. Hasta que escucho una voz clara (desde
que tenemos wifi, las voces me llegan abundantes y nítidas) delante de mí. Es
el conductor, que ha echado el freno y, sin apagar el motor, viene hacia mí.
Conductor de bigote, de poco pelo, de mangas subidas hasta los codos y de mirada
clara y dura, como un chupito de vodka. Tuerce un poco la cabeza y veo que
controla el impulso de levantar su mano para convertirla en un argumento más. Más
despacio, me dice, te detienes en cada frase el tiempo que sea necesario. Niega
con la cabeza y sigue hablando como si el fondo del autobús estuviera ocupado.
¿A qué vienen tantas prisas? ¿Dónde queréis ir si es de las pocas veces que ya
estáis donde tenéis que estar? ¿Dónde? Se acerca a mi cara. ¿Dónde?. Pero esta
última vez parece que la pregunta se la hiciera a sí mismo. Vuelve a su sitio y
abre las puertas. No necesita decir nada. Me bajo. Escucho el ruido de las
puertas al cerrarse y regreso al texto, releyendo el párrafo para entenderlo yo
también. Tal vez lo que dentro de unos años recordemos, olvidado el día y el
propio cuento, sea este momento en el que hubo un pequeño puente de piedra
entre los dos.
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