lunes, 25 de febrero de 2013

El puente de piedra




El puente de piedra : Cada cinco frases se me escapa un bostezo cada vez más grande, como si en vez de irme a dormir me esperaran seis meses de hibernación. La tendencia natural es leer deprisa para apagar la luz, dar besos, sí, voy, ir a por el vaso de agua, encender otra vez la luz, ver cómo bebe, decirle que de nada, apagar la luz, repetir los besos desde el mismo punto, como una falta que hubiera que lanzar otra vez, desear que descanse, que sueñe con cosas agradables, que duerma de un tirón. He desarrollado la capacidad de leer sin prestar atención, como un pasajero desganado que apoyara su cara contra la ventana del autobús, únicamente pendiente de la parada que me permita volver al salón y, derrotado, ver alguna serie. Hasta que escucho una voz clara (desde que tenemos wifi, las voces me llegan abundantes y nítidas) delante de mí. Es el conductor, que ha echado el freno y, sin apagar el motor, viene hacia mí. Conductor de bigote, de poco pelo, de mangas subidas hasta los codos y de mirada clara y dura, como un chupito de vodka. Tuerce un poco la cabeza y veo que controla el impulso de levantar su mano para convertirla en un argumento más. Más despacio, me dice, te detienes en cada frase el tiempo que sea necesario. Niega con la cabeza y sigue hablando como si el fondo del autobús estuviera ocupado. ¿A qué vienen tantas prisas? ¿Dónde queréis ir si es de las pocas veces que ya estáis donde tenéis que estar? ¿Dónde? Se acerca a mi cara. ¿Dónde?. Pero esta última vez parece que la pregunta se la hiciera a sí mismo. Vuelve a su sitio y abre las puertas. No necesita decir nada. Me bajo. Escucho el ruido de las puertas al cerrarse y regreso al texto, releyendo el párrafo para entenderlo yo también. Tal vez lo que dentro de unos años recordemos, olvidado el día y el propio cuento, sea este momento en el que hubo un pequeño puente de piedra entre los dos.

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