lunes, 4 de febrero de 2013

Un queso único




Un queso único : En un libro de cocina para niños, ojeado rápidamente en un Vips, veo una receta simple : un trozo de mozzarella abierto en varios cortes combinado con rodajas de tomate, como dos barajas mezcladas. Cierro el libro. Veo el precio. Lo dejo en su sitio.

Compro la mozzarella en Mercadona sabiendo que habría que ampliar mucho la definición de mozzarella para considerarla auténtica. Tampoco importa : a mí me gusta. Me gusta apretar el envoltorio y sentirla sumergida de líquido, como un queso acuático frente a todos los de secano que se presentan en la sección de lácteos. Me gusta cortar un pico de la bolsa con una tijera y vaciarla. Me gusta coger el queso con las manos, tocarlo, notar cómo cede a la presión y después dejarlo en un plato.

A los mellizos les parece poca cena. El queso en el plato. Los cubiertos. El vaso con zumo. Les explico mi proyecto de cortar el tomate e ir colocándolo en la mozarella. Lucía : no. Daniel : no. Yo : Pero. Lucía : Que no. Daniel : Que no. Yo : Bueno.

Bueno. Cojo el frasco de aceite y echo un chorro encima de la mozzarella. El mar y la tierra de secano se juntan en esa gota que cae por la superficie de la mozzarella, vistiéndola. Realmente no hace falta nada más. Recuerdo entonces que Roberto Saviano, el escritor italiano amenazado de muerte por su libro “Gomorra”, decía que la mozzarella de búfala era la primera razón por la que la vida merecía ser vivida. Busco una forma de contárselo a los mellizos de una forma resumida, pero habría que explicar tantos conceptos que prefiero no decir nada. Ahí se queda la historia de una persona que no puede dejar de moverse para que no le maten y que, en lo más alto de su lista, coloca la mozzarella.

Yo sí me corto el tomate, para que vean lo que se han perdido. 

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