Un queso único : En
un libro de cocina para niños, ojeado rápidamente en un Vips, veo una receta
simple : un trozo de mozzarella abierto en varios cortes combinado con rodajas
de tomate, como dos barajas mezcladas. Cierro el libro. Veo el precio. Lo dejo
en su sitio.
Compro la mozzarella en Mercadona sabiendo
que habría que ampliar mucho la definición de mozzarella para considerarla auténtica.
Tampoco importa : a mí me gusta. Me gusta apretar el envoltorio y sentirla sumergida
de líquido, como un queso acuático frente a todos los de secano que se
presentan en la sección de lácteos. Me gusta cortar un pico de la bolsa con una
tijera y vaciarla. Me gusta coger el queso con las manos, tocarlo, notar cómo
cede a la presión y después dejarlo en un plato.
A los mellizos les parece poca
cena. El queso en el plato. Los cubiertos. El vaso con zumo. Les explico mi
proyecto de cortar el tomate e ir colocándolo en la mozarella. Lucía : no.
Daniel : no. Yo : Pero. Lucía : Que no. Daniel : Que no. Yo : Bueno.
Bueno. Cojo el frasco de aceite y
echo un chorro encima de la mozzarella. El mar y la tierra de secano se juntan
en esa gota que cae por la superficie de la mozzarella, vistiéndola. Realmente
no hace falta nada más. Recuerdo entonces que Roberto Saviano, el escritor
italiano amenazado de muerte por su libro “Gomorra”, decía que la mozzarella de
búfala era la primera razón por la que la vida merecía ser vivida. Busco una
forma de contárselo a los mellizos de una forma resumida, pero habría que
explicar tantos conceptos que prefiero no decir nada. Ahí se queda la historia de una
persona que no puede dejar de moverse para que no le maten y que, en lo más
alto de su lista, coloca la mozzarella.
Yo sí me corto el tomate, para que
vean lo que se han perdido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario