Se acerca un hombre silbando : Son las
ocho menos veinte de la mañana en mi reloj y hasta donde alcanza la vista. Uno
de esos infrecuentes momentos en los que todos compartimos la misma hora,
detenido todo bajo un silencio de sábanas calientes, ventanas cerradas y las
únicas luces de los anuncios : Una exposición de fotografía, una pareja de
modelos que enseña un bolso.
El autobús se retrasa. Noto el frío
en los pies porque, con las prisas, no me he puesto calcetines. Pensaba que esto
solo pasaba en las malas películas. Los mellizos van abrigados para sobrevivir
a un par de glaciaciones seguidas y seguir a la moda, cuestiones igual de
importantes para una madre. La mía anda lejos y por eso tengo los pies helados
y la posibilidad de que mi cuerpo acabe en la cuneta de la moda.
El autobús se retrasa. El frío y el
silencio hacen que todo sea más nítido. Se escucha entonces a un hombre silbar
mientras se acerca al quiosco. Sin dejar de silbar, abre uno de los armarios
metálicos que están pegados y saca unos fardos de periódicos. Parece que no
supiera que es domingo por la mañana, que los pocos que estén despiertos
estarán en la cocina tomándose un café, pensando en cómo pasar el día; parece
que todavía no fuera consciente del frío que hace; que no estuviera al tanto de
las noticias que aparecen en las portadas de los periódicos; que desconociera
que tanto los propios periódicos como su trabajo parecen condenados a
desaparecer. Si silbara por silbar, como el que acompaña así lo que hace, es posible
que no supiera todo lo anterior. Pero es la intención que pone al silbar,
cierto optimismo desafiante, el que me hace pensar que sabe todo eso y más,
pero que le importa una mierda. Sigue silbando mientras con un cuchillo corta
las tiras que unen los periódicos.
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