jueves, 26 de mayo de 2011

La lectora


Entre el inventario de la gente que puedo hacer por la ventana, sólo tengo a una mujer lectora. Hoy está en un banco y puedo verla bien. Está sentada en medio del banco, con las gafas de sol puestas, fumando mientras lee, manteniendo el cigarrillo alejado del libro, como si no quisiera que le llegara el humo.

Tiene una forma de estar sola que me gusta.

El centro de la imagen lo ocupa ese libro grueso que sostiene con la mano derecha. Lo más lógico es pensar que lo esté leyendo, pero bien podría tenerlo abierto para poder ocupar un banco sin que nadie la moleste, para que ningún compañero se sienta obligado a hablar con ella ni ella con él, para notar en su mano el tacto del papel después de pasarse la mañana tecleando, para acompañar al cigarrillo, para recordarse que hay cosas que merecen ser escritas, para añadirle a su imagen lo que ningún otro complemento puede darle, para evitar la tentación de coger el móvil, para crear el contraste con el vestido largo que lleva puesto, para recordar otras lecturas en otros bancos con otros libros, para no olvidarse de su vocación de escritora.

Todas estas suposiciones son un juego porque, por lo quieta que está, es evidente que está leyendo. Cada cierto tiempo para una hoja lentamente con la mano derecha. Se lleva el cigarrillo a la boca. Y sigue leyendo, reduciendo los movimientos al mínimo. Esa quietud me parece el mejor reclamo para cualquier campaña de lectura. Haría una campaña en la que únicamente apareciera esta mujer leyendo, sin voz en off, sin música, sin texto. Treinta segundos de esa mujer lectora.

A su alrededor, la gente que sale de las oficinas para comer se cruza con la que ya ha terminado. Casi todos en pequeños grupos, quizás del mismo departamento, compartiendo ese optimismo básico del que sabe que la comida le está esperando. Una persona gesticula mucho y las otras dos asienten, caminando al mismo ritmo.

A esas conversaciones se unen el ruido de las hojas de los árboles (acaba de cubrirse el sol y se ha levantado un poco de viento), el del agua de la fuente al caer, el de los coches que pasan, el de una risa, el de una charla por móvil, el de unos tacones al bajar por las escaleras que dan a la calle, el del portazo de un taxi, el de la puerta de la cafetería al cerrarse, y el de las ruedas de una maleta por la acera.

Viendo a la mujer que lee sé que a ella no le llega ningún sonido. En el vacío que tiene alrededor no existe el ruido, sólo el que quepa en las páginas de ese libro. Es probable que, además de ese silencio, el tiempo no avance, o lo haga a distinta velocidad, y que las sombras del sol, detenido sólo ahí, permanezcan fijas.

Un extraño mundo que se viene abajo cuando, a las tres en punto, cierra el libro, se pone de pie y abandona el banco. Por la lentitud con la que sube las escaleras puede pensarse que todavía está entre el mundo del libro y el que los demás habitamos.

Sube las escaleras con elegancia. Los dos taxistas que están charlando mientras esperan en la parada dejan de hablar para fijarse en ella.

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