Esta mañana madrugo un poco más (quince minutos) , me ducho más rápido (lo justo para aclararme), elijo sin dudar la ropa (no sé, casi a oscuras, si el calcetín que cojo es negro o azul), no selecciono las naranjas (las cuatro primeras que veo), no enciendo la radio (para no distraerme), me tomo el café de pie en la cocina (en tres, cuatro tragos), me visto deprisa (sin tratar de saber si los calcetines son o no efectivamente, de color negro), no enciendo la televisión (aunque me lo pide, con voz de bruja buena : ven, que te voy a contar unas noticias muy interesantes), cojo el libro "El árbol rojo", de Shaun Tan, (que dejé encima de la mesa del salón) y salgo a la terraza.
Los calcetines son azules, pero ya es tarde. Ahora es el momento de leer este libro. Son las siete y cuarto. Tengo media hora hasta que la casa se ponga en marcha.
Leer es un verbo que no se adapta a lo que uno hace frente a este libro. Aunque uno no debe fiarse de un verbo tan amplio, tan poco preciso : no puedes creerte que sea el mismo verbo el que defina el hecho de interpretar las instrucciones de un medicamento o de disfrutar de una imagen en un cuento de Eloy Tizón. Mirar tampoco sirve. Observar. ¿Espiar?. Dicen que el lenguaje es rico. Una mierda. Te sientas en la terraza, abres este libro, te vas fijando en sus dibujos y descubres que no existe un verbo que defina esta acción.
Aunque mejor que sea así, nada que rompa la relación entre esas imágenes y tus ojos.
-Venga, comed – les dices.
Y los ojos se va empapando de esos dibujos, de esas imágenes. Se las ofreces para que sigan el rastro de algo que habían perdido hace mucho tiempo. Tanto tiempo sin actividad y los ojos acaban perdiendo el sentido del olfato.
-Vaya – te dicen.
-Sí, vaya – dices tú.
Los dibujos de Shaun Tan son sugerentes y están llenos de pistas, de conexiones, de posibilidades, de atajos, de sorpresas, de amenazas, de sombras, de miedos.
-Vaya – dicen de nuevos tus ojos – Esto huele muy bien.
Y al instante sientes la extraña euforia que provoca un sentido que parece despertarse y tener ganas de ejercitarse. Son ya las ocho menos veinte y ya tengo que meterme en el salón.
Cuando voy en el coche, camino del trabajo, los ojos siguen excitados, como si descubrieran algunas cosas por primera vez.
-¿Eso? Las farolas.
-Parecen huesos finos que salieran de la tierra. Como si avanzáramos por los restos de un inmenso reptil, dejando atrás sus costillas.
Huesos finos. De reptil. De pez. O de un inmenso gusano que tal vez en este momento esté viendo un niño en la ilustración de un cuento.
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