Hago cola en una pastelería de la zona industrial de Alcobendas. Entre naves en las que te pintan el coche, te lo arreglan o te lo aseguran, está esta pastelería en la que no hay mostrador, ni expositor ni croasanes colocados bajo campanas de cristal como si se trataran de bolsos de lujo. Aquí la elegancia te la tienes que traer de casa. Y la paciencia. Y las gafas de sol. Y el periódico para esperar. Y el dinero en efectivo porque la tarjeta se queda para esas tiendas de diseño de Serrano.
Si buscas marketing y estilo, es mejor que te vayas a tomar el brunch a algún local de Hortaleza.
Hago cola para llevarme una empanada y una tarta que encargue ayer y que he pagado en un pequeño despacho al que se sube por unas escaleras que te llevan a los setenta : Tres mujeres atienden a los clientes junto a una impresora de papel continuo y una caja de metal azul con la llave puesta en la que entran billetes y salen monedas. Esta es la idea de caja que veremos cuando, por fin, salgamos de la caverna.
¿De qué hablamos cuando hablamos de economía? Pues de esto, banqueros de mierda, tasadores, gestores de hedge funds, vendedores de deuda, auditores, gestores de cajas de ahorro, promotores del ladrillo, políticos de mierda, inspectores del Banco de España, y periodistas del gremio de mierda. De esto.
Si ésta fuera la economía, no habría crisis. Si tienes dinero, la chica morena que encuentra tu pedido en una caja de cartón, te lo entrega. Si no, da igual que estén esperando tu tarta para la celebración de una comunión, que te quedas sin ella, que los únicos que van a tomar algo de harina son los que comulguen. Pagas y la chica morena te marca que has pagado con un sello azul. Ni mensajes SMS ni comunicación con fábrica vía wifi ni leches.
Así que, igual que hay cursos para conductores sin puntos, aquí deberían venir los que han vivido de esas finanzas que sólo se han alimentado de sí mismas. Y ponerse en la larga cola que hay en la calle y esperar con tu pedido.
Hace calor a la una y cuarto. No pensaba encontrarme con una cola tan larga, pero es que, pronto me doy cuenta, estamos en época de comuniones. Espero y me pongo moreno. Delante de mí hay un argentino que llama dos veces por móvil para contarle la misma historia a dos personas distintas : el calor que hace y lo despacio que va la fila. Pensaba que, como argentino, se habría acostumbrado a las colas. Mal hecho, porque en el futuro vamos a tener que esperar en muchas.
Gracias a esos financieros. De mierda.
Escucho al argentino. Y leo un artículo de Piglia en el Babelia que me gusta mucho. Y veo a un niño de unos diez años, vestido con un kimono de judo, jugando con su Nintendo junto a la sombra de un coche. Y digo que no cuando un hombre de la pastelería pasa con una bandeja con trozos de tarta de Santiago, Almedra y huevo, nada más, dice. Y le digo que no cuando, al rato, vuelve a pasar con otra bandeja con trozos de tarta de yogur con frambuesa. Y me fijo en un niño que no para de hacerle fotos a todo con su móvil. Y escucho la conversación de una mujer que cuenta que es la primera vez que viene aquí. Y escucho a una chica contar que no merece la pena llevar comida, que su madre habrá hecho más y más tortillas. Y miro la hora otra vez. Y avanzo poco a poco hasta que entro en la pastelería, que es sólo un pequeño pasillo que lleva a la puerta del obrador.
Veo a unas ocho reposteros preparando tartas y pasteles. Está todo tan bien dispuesto que parece la ilustración de un cuento infantil. Uno prepara la masa pasándola por unos rodillos. Otros corta con un cuchillo los bordes de unas tartas. Otro controla la mezcla del chocolate de un recipiente color de bronce. Otro pone la última capa sobre una tarta de crema. Al fondo, uno va colocando varias bandejas para meterlas en el horno. Todo ello con una fina capa de harina que parece cubrirlo todo.
Entrego mi pedido.
Pienso que ya no queda nada, pero parece surgir un problema. Veo a uno de los pasteleros abrir una caja y mirar el contenido fijamente, como si hubiera una oreja y un papel exigiendo un rescate. Al momento se acerca el hombre que ofrece trozos de tarta y que parece el jefe. También la mira. También se calla. Hablan entre ellos. Se une al grupo una de las chicas del piso de arriba, que les enseña una hoja. Que leen los tres con atención. Los demás siguen trabajando sin dejar de mirar a estas tres personas. Algo ha roto el ritmo de trabajo.
Hasta que el primer pastelero, el que ha abierto la caja, propone la solución
-Pues borramos lo de felicidades y ponemos feliz comunión.
La literatura de mierda, siempre jodiéndolo todo.
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