Por todo lo que pasó, tengo la sensación de que él propio Zidane no ha podido despedirse de sí mismo como quería, ni nosotros de él. No se produjo ese final que habría cerrado su carrera y nos habría permitido decirnos : bueno, pues se acabó, adiós, Zidane.
Si vamos al partido de hoy, entre veteranos del Madrid y del Bayern, es para ensayar ese adiós, para ver si encontramos la manera de despedirnos y dar por cerrada esa época. Hay una buena entrada y el locutor, cuando llega el momento de decir el nombre de Zidane, se detiene un segundo antes de nombrarlo y provocar la ovación del público.
Como en los viejos tiempos.
Y ahí está de nuevo, en el césped del Bernabéu, con el cinco a la espalda, y su estatura, y su elegancia, y su control de la jugada, y su brazo levantado avisando al compañero, y sus pases largos, y su forma de proteger el balón, y su carrera y sus charlas con los del Bayern y sus quiebros.
Todos los elementos están ahí, pero la suma ya no da el Zidane que conocí. De hecho, parece jugar para los demás, como si a él no le interesara ya marcar un gol. Empuja en el ataque, se ofrece y sirve de apoyo, pero nada más.
Habría agradecido que tirara a portería, que lo intentara. Parece que él ya hubiera dicho adiós a todo esto. Nosotros no hemos tenido esa oportunidad y creo que, por toda la eternidad, vagaremos como esos fantasmas que no aceptan la realidad y pretenden seguir vivos, con sus camisetas con el cinco a la espalda y sus batallas a los hijos sobre ese jugador que fue, sobre todo, un tipo elegante.
Cuando faltan unos veinte minutos para que termine el partido, le cambian, despedido con la misma ovación que le recibió.
Yo también me levanto y me marcho. Habrá que buscar otra ocasión para despedirse. Afuera del estadio, como en una mala película, ha empezado a llover con fuerza.
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