A las 21:15, mi mundo continúa su ritmo, alejado de mí : María ha ido a por Lucía a una fiesta de cumpleaños, Daniel está cenando con su primo en la casa de mis cuñados. En la casa hay silencio.
Me siento en la terraza con un libro.
Antes de abrirlo, llamo a una amiga para vernos mañana. Después charlo con mi madre. Sigo sin abrir el libro.
Recuerdo que la nevera está llena, repleta.
La piscina ha cerrado y un grupo de padres y madres charlan mientras sus hijos juegan.
El vigilante se dedica ahora a recoger las bicicletas y los triciclos, de dos en dos, para llevarlos al cuarto en el que se guardan. Va sin prisas. Seguramente tenga turno esta noche y sabe que es tiempo lo que le va a sobrar.
Las madres y los padres siguen hablando entre sí, manteniendo las distancias, como si un director les hubiera señalado dónde quedarse y esperaran alguna indicación.
El libro es “Cuentos de la periferia”, de Shaun Tan. Hay uno que quiero leer. Lo abre un dibujo de un buzo. Todavía, no sé por qué, no lo empiezo.
Una chica sale al balcón a fumar con la pose de la chica que sale al balcón a fumar y se sabe observada.
Quiero llenar este silencio con demasiadas cosas. Mirar. Leer. Escuchar música : quiero poner algo que no sea infantil. La banda sonora de esta casa la ponen Clan o Disney y es algo que empieza a agotarme. Lo primero que encuentro es un disco de Leonard Cohen. Ahora todos escuchamos a Leonard Cohen y decimos cosas profundas cuando, la verdad, lo que a mí me gusta de Leonard Cohen son las voces femeninas. Cómo arrancan cuando llega su momento en “Take this waltz” o cómo juegan con Leonard Cohen en “Closing time”, "First we take Manhattan", "Dance me to the end of love", "In my secret life" o "Hallelujah". A ellas deberían darle el Príncipe de Asturias de plata. Y a los violines que le acompañan el de bronce.
Escucho “Closing time” en una versión en directo. No está mal. Me vale.
El libro. El cuento. Me estoy demorando tanto con esta urgencia por aprovechar el silencio y el tiempo que no voy a poder leer el cuento. Se titula “Juguetes rotos” y es corto. Si dejo de fijarme en que el cielo se refleja en los cristales del edificio de enfrente, como si detrás no hubiera nada, sólo más cielo, no voy a poder terminarlo.
Venga, que es corto.
Y aparece un buzo que repite palabras en japonés con un caballo de madera, y dos niños que temen a la señora Malanoticias, que siempre les devuelve rotos por la mitad los juguetes que encuentra en el jardín de su casa.
El cuento es corto y está muy bien. Llevar varios años contando cuentos nuevos por la noche hace que valore mucho el trabajo de los demás : cada vez soy más intolerante con los malos (donde incluyo a la mayoría de los dibujos animados, basura que sirve para emitir anuncios) y disfruto mucho más con los buenos, porque sé lo difícil que es sorprender.
En este caso, además, a los textos se añaden los dibujos de Shaun Tan. Me parece muy buen ejercicio contar estos cuentos, dejar que los niños se lo imaginen y después mostrarles cómo lo ha dibujado el autor.
¿Surge primero la imagen y después la sigue el cuento o es al revés? Normalmente imagino la historia y pocas veces la veo dibujada, apoyándome en las palabras. Pero un día seguí el camino contrario, con un cuento en el que una niña, Sonia, se relacionaba con extraños monstruos. Antes de empezar con el “había una vez”, me imaginé a Sonia y el mundo que ella veía. Estuve casi una hora contando la historia de Sonia y los monstruos porque conseguí que me resultara sugerente desde el principio. En cierto modo, también me estaba contando el cuento a mí.
Así que se podría decir que somos malos narradores porque, en el fondo, también somos malos dibujantes.
Apenas tengo tiempo de pensar en el cuento, de disfrutarlo una vez que lo termino. La puerta de la calle se abre y mi mundo vuelve a estar alrededor de mí.
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