Son las 22:40. Es una noche con pocas estrellas y con un viento que mueve las ramas de los árboles, agita el agua que cubre la lona de la piscina, logrando que el reflejo de dos ventanas tiemble, y hace que las piezas de madera de un colgante choquen entre sí.
Sólo por escuchar el sonido de ese colgante merece la pena estar aquí.
Diez casas del bloque de enfrente están encendidas, pero no se ve movimiento. Nada. Me gustaría estar en cualquiera de ellas y ver cómo se vive ahí un miércoles a las 22:50. No hace falta montarse un Erasmus para sentirse diferente. Puede conseguirse lo mismo llamando a cualquiera de esas diez puertas y saber qué han cenado, con quién han hablado y de qué desde que llegaron a casa, qué piensan ver en televisión, cuál fue el último objeto de decoración que han comprado, qué libro tienen a medio leer, qué ropa se van a poner mañana, qué dinero tienen en el banco, quién les limpia la casa, quién es el primero en irse a dormir.
O tal vez no haga falta decir nada, sino simplemente sentarse en una esquina del salón y ver y escuchar.
Cada vez cuesta más salir de uno mismo, imaginarse que las cosas pueden ser de otra manera. Llegas a asimilar que lo normal es lo que te sucede y en ese momento el camino se convierte en un círculo sobre el que empiezas a andar.
Y andas.
Y a fuerza de ver las mimas cosas una y otra vez van perdiendo valor y ese sentimiento se va extendiendo a todo. Y lo aceptas como algo normal, porque sucede, y ya no te imaginas nada nuevo porque así funciona lo normal : desactivando cualquier otra opción.
Todo esto para atrapar una intuición que anda por aquí, en algún sitio, a las 23:08. En dos salones las cortinas no están corridas y puedo ver los cuadros que han colgado. Me gustan. Y las lámparas. Y la luz, distinta en cada piso. Tienen pocos objetos. En un cuarto pequeño, una pared está pintada de rojo, la otra, de blanco.
O levantarse de esa esquina del salón para ir a la cocina y abrir los cajones y ver qué cubiertos tienen y cómo los han colocado. O la comida que tienen en la nevera. O el color de sus toallas de baño. O los zapatos. O el sitio en el que colocan la correspondencia. O qué hacen con los manuales de lo que compran.
Cuanto más te fijes en eso, más cosas descubrirás de ti. Son las 23:15 y creo que esta es una buena aproximación a esa intuición.
El viento también mueve los toldos. Se está bien, pero empiezo a notar el frío. Todos esos detalles te los puede ofrecer la literatura sin la necesidad de entrar realmente en una casa, pero por muy bien que lo haga, no dejaría de ser una aproximación. Lo fundamental es visitar una de esas casas que ahora veo. La literatura debe servir para ser sensible a todo eso, pero una vez logrado un buen nivel, habría que dejarla detrás. Esa sería la prueba de que realmente ha servido para algo.
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