miércoles, 14 de septiembre de 2011

La envidia no es sana

La barra de la cafetería la atienden dos mujeres jóvenes. Alrededor sólo estamos hombres. Como caballos que vinieran aquí a beber, pienso. Pido un café con leche y una tostada con tomate. Miro la hora porque sólo tengo quince minutos.

Quince minutos para coger el periódico, apenas leído, y ver algún titular. El periódico, una pantalla grande de televisión colgada en lo alto de una pared, la conversación de las dos camareras, el taburete alto en el que estoy sentado, la forma que tiene de echarme la leche en el café, haciendo pequeños círculos con la mano, el sol que entra por los cristales, el ruido de la máquina de café, el recipiente cuadrado en el que sirven el tomate, la cucharilla del café, la mirada del cocinero, quizás filipino, que por el pequeño cuadrado que une esta zona con la cocina, trata de ver si le queda mucho trabajo.

Nada es tan grave si el tipo de letra que se utiliza para hablar de las crisis es igual al de la sección de deportes. Busco a David Gistau y no lo encuentro, así que me quedo sin la lección de estilo de hoy. Cierro el periódico y me centro en el café y en el pan. Untar el tomate en la pequeña rebanada tiene algo de estético. De eso también nos alimentamos.

Los quince minuto pasan rápidamente. Cuando voy a pagar (2,40 €), entran nos treinteañeras charlando. Dejan de hablar un segundo para elegir un sitio, que señalan las dos a la vez, y siguen con su conversación. Llevan los brazos doblados como si cargaran ya con las bolsas que, dentro de un rato, irán acumulando de tienda en tienda.

La envidia no es sana.

La mañana que me espera en la calle no es la misma que hay dentro de la cafetería.

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