No se me ocurre ningún cuento. Me da la sensación de que todo lo que pueda decir después de “había una vez” ya lo he contado antes. Estoy en blanco. Los enanos esperan. Les oigo moverse en sus camas. De vez en cuando me llaman para saber si me he dormido o no.
Y de repente se me ocurre uno. En un instante veo cómo empieza y cómo acaba.
Es la historia de un hombre que no hacía otra cosa que trabajar. Se pasaba la vida en el trabajo sin ni siquiera ir a su casa a dormir. Su único deseo era tener más y más dinero para comprarlo todo. Su ambición no tenía límite. Como no hacía otra cosa, veía cómo, día tras día, su fortuna iba creciendo y cuando llegó al punto que esperaba, empezó a comprar.
Al principio compraba lo que todos compramos, con la diferencia de que él lo hacía en más cantidad. Cien coches. Doscientas casas. Mil cinturones. Cuatro mil relojes de pulsera. Diez mil cucharillas de plata. Treinta mil calcetines negros. Ochenta mil sobres de azúcar. Cien mil bombillas. Doscientas mil cajas de pañuelos.
Comprar esas cantidades no era fácil, requería su entrenamiento. Y este hombre, que solo trabajaba, fue practicanto hasta llegar a comprar un millón de palitos para sujetar la pelota de golf. Lo pasaba tan bien comprando que, llegado a este punto, se dio cuenta de que tenía que dar un salto.
Hasta ahora, había comprado cosas que todo el mundo, en menor cantidad, podía comprar. Así que el reto en ese momento era comprar lo que nadie había comprado. Y eso hizo. Compró todas las farolas de la ciudad, las aceras, las alcantarillas y los buzones de correo. Animado, compró la ciudad entera. Y una montaña que había al lado. Y todas las montañas. Y un río. Y otro río. Y se atrevió con un par de nubes, aunque se le deshacían.
Compró todo su país y lo que contenía. Todo.
Y siguió haciendo lo mismo con los otros países. Primero uno, después otro y al final el continente era suyo.
Comprado un continente, llevarse otro ya no le costó tanto. Se hizo con todos. Y con un lago, y con otro, y con los afluentes y, al final, con los mares. Empezó con el mar rojo, que le parecía asequible, se llevó el mediterráneo y, al final, se declaró poseedor de todos los mares.
El mundo era suyo.
La gente, claro, se veía obligada a dejar los sitios que ya no eran suyos, viajando de una zona a otra hasta que se tuvo que refugiar en un bosque que, por un pequeño problema legal, no había comprado el señor que trabajaba tanto.
Una tarde, el señor fue a ver a la gente del bosque para decirle que lo sentía pero que en un par de días ya tendría la autorización para comprarlo y que tendrían que buscar otro sitio en el que vivir. Lo tenían difícil, lo sabía, porque todo era suyo, pero algo tenían que hacer. Les daba un día para pensarlo porque al día siguiente volvería para saber su respuesta.
Mientras todos, desesperados, buscaban una salida, un carpintero cogió su hacha y derribó un árbol. Se pasó toda la noche tallando unas pequeñas figuras que ocultó bajo unas hojas. Cuando al día siguiente regresó el señor que tanto trabajaba, el carpintero estaba en el grupo.
-¿Qué habéis decidido?
La gente no tenía una respuesta porque esa era una pregunta a la que no se podía contestar. Todos se quedaron en silencio. Fue entonces cuando el carpintero dio un paso adelante. Se metió la mano en el bolsillo y sacó un pequeño pájaro de madera. El pájaro parecía estar vivo. El señor lo cogió, lo sostuvo en la palma de su mano y se quedó maravillado por el trabajo del carpintero. Hasta las plumas parecían reales.
-Si vuelve mañana, le daré otro.
-¿Cuánto cuesta?
-Nada. Es un regalo.
Sin dejar de mirarlo, el señor que trabajaba tanto se alejó. La gente celebró que el carpintero les huiera conseguido un día más de plazo. Todos querían saber cuántos pájaros había hecho el carpintero, pero este no dijo nada. Permanecía en silencio, pensando.
Al día dia siguiente, el hombre que trabajaba tanto volvió a por su pájaro. El que le dió el carpintero era más bonito que el primero, así que les concedió un día más. La escena se repitió varios días más hasta que, una mañana, el carpintero recibió al hombre con una jaula cubierta por un manto rojo.
-El que tengo aquí es el pájaro mas bonito que he hecho – le dijo.
-¿Puedo verlo?
-No. Sólo podrás verlo cuando me pagues por él. Este no es gratis.
-¿Y cuánto pides?
-Todo lo que tienes.
El hombre se quedó pensando. No podía haber un pájaro mejor que el que le había regalado el día anterior. Tenía tanta curiosidad que, casi sin quererlo, dijo que sí. Cogió la jaula y se la llevó a su casa. Allí, al quitarle el manto, vio un gato de madera. Era un gato que parecía vivo. Tenía hasta los bigotes hechos. Lo sacó de la jaula, sorprendido, y lo dejó en el suelo. En ese momento, el gato cobró vida, igual que todos los pájaros que había en el salón. Uno tras otro, fue comiéndose todos los pájaros hasta que no dejó ninguno. Después, con la tripa llena, saltó por la ventana y se alejó corriendo en buscar del carpintero.
Creo que esta es una historia que me cuento a mí mismo, aunque a los enanos les haya gustado. Me quedo un rato en el cuarto, pensando si soy el señor que trabajaba tanto o el carpintero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario