Se me ocurre una idea muy buena para una novela, o un relato, o un cómic, o un corto, o un largo, o una serie, o un libro de poesía, o un cuadro, o una sinfonía o un anuncio de televisión.
Si la expongo aquí es porque sé que la idea es buena pero que ni tengo ni tendré el talento de llevarla a buen puerto (ni creo que me alcanzara el talento para llegar a botarla en las tranquilas aguas del estanque del Retiro) y, en presentándola aquí, espero que otro la quiera más, la cuide, la alimente y pueda ofrecerle algo digno a la sociedad.
La idea es la siguiente : en un escenario dividido en dos partes, se representa la misma acción con una diferencia. A saber : en un lado los personajes hablan y en el otro se escucha lo que realmente quieren decir. Tendría que haber, claro, cierta diferencia temporal entre los dos, como ocurre en casa con la tele de la cocina y la del salón, que retransmiten el capítulo de Bob Esponja con un par de segundos de diferencia. Cosas del TDT o de Bob Esponja o de ninguna de las dos.
Igual ya se ha hecho y no ha funcionado, como la Coca-cola de melón, pero la idea merece un poco de atención.
Pienso en ello por culpa de un accidente, al que hago mención en el título del post y al que ahora pretendo referirme porque uno no pone títulos porque sí, admirador como es de esos textos legales en los que se anuncia un decreto y lo que viene a continuación, efectivamente, es el decreto.
Así que ahora hablo del accidente, sí, pero antes pongo el suceso en antecedentes. Salimos del pueblo sobre las nueve y media de la noche, hora local, que no añade mucha información, porque es la misma que en el resto de la península, pero así practico para cuando me paguen por escribir palabras y, ensayando como ahora, no me cueste nada escribir y escribir. Si me pagan, se van a hartar de palabras. Las nueve y media, pues, y ya oscureciendo, que nos acercamos a esas estaciones en las que la Tierra decide ahorrar energía y guardarse el sol para que dure más.
Noche, y nubes y lluvia lejana con unos rayos que caen como si alguien ahí arriba pretendiera darle a una liebre para asegurarse la cena. Una liebre lista, la jodía, porque no dejan de caer rayos.
Guarde el lector, pues, que es de noche, que va a llover y que hay rayos porque es importante. Añado, aunque no sea muy relevante, que en la carretera nos encontramos bastantes animales atropellados. Este verano ha habido muchos. No sé si porque hay tantos que, por estadística, resulta comprensible; porque ahora les da por cruzar la carretera para estimularse (o para huir de los cazadores); o porque ande por aquí cerca M. Night Shyamalan rodando una película.
Así que empieza a llover, se hace de noche y caen rayos, nada sorprendente porque ya lo había advertido. Avanzamos por la Nacional 3 a buen ritmo, escuchando varios programas enlatados de Sonideros, en los que se anuncian conciertos para fechas que dejamos atrás hace varios meses. Que sean antiguos no importa porque la música es buena, muy buena (descubro a Santa Sabina), y porque a los colaboradores les pasan cosas raras, como lo de olvidarse de darles a los técnicos los discos de los que van a hablar.
Hablamos de la música. Cuando no hablamos, nos callamos, que es la opción que nos deja la lógica.
Llegamos a un punto en el que nos encontramos con el atasco. Lo vemos, nos unimos y formamos parte del atasco. Con lo bien que íbamos, decimos. Al poco rato vemos que una ambulancia se hace paso entre los coches. Después, otra.
Seguimos hablando de la música y seguimos callados.
El atasco es considerable. Sabemos que el tráfico volverá a ser fluido cuando pasemos el accidente, así que cuando reconocemos las dos ambulancias y a la guardia civil dirigiendo el tráfico, los coches ya van aumentando la velocidad.
Hay cuatro coches en el arcén, un par de ellos con una buena parte de la carrocería destrozada. Hay algunas personas sentadas en el suelo. Los médicos entran y salen de las ambulancias. De toda la escena, lo que más me llama la atención es lo despacio que avanza una mujer con collarín, apoyada en otra.
Supongo que todos hacemos lo mismo. Miramos lo que ha pasado, tratamos de descubrir si el accidente ha sido tan grave como para haber provocado muertes, y aceleramos rápidamente, agradecidos por dejar detrás el atasco y un accidente que no hemos sufrido.
Sólo unos minutos más tarde, María me reconoce que estaba asustada, que desde que vio las ambulancias estuvo pensando que el accidente lo podría haber tenido su hermano, que salió antes que nosotros y al que yo no imaginaba por estas carreteras porque, no sé por qué, no se despidió de mí (lo que no critico, claro, porque viendo la cara que me encuentro en el espejo, empiezo a no darme ni los buenos días).
Así que hablaba de la música sin pensar en la música y callaba sin dejar de darle vueltas al accidente. Por eso lo de la idea de este post. Así aprenderíamos a escuchar los silencios y a no darle tanta importancia a lo que se dice, por ejemplo.
Y si alguno se atreve con lo de la Coca-cola de melón, pues adelante, también le regalo esa idea.
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