sábado, 27 de agosto de 2011

La Virgen de Zarza de Tajo


Son las diez y media de la noche. Desde la ventana de un segundo piso veo cómo más o menos el diez por ciento de la población de Zarza de Tajo está desmontando a su Virgen para regresar con ella a su pueblo.

Una mujer se sube a la carroza y empieza a destornillar la corona que la Virgen lleva en la cabeza. Las otras mujeres esperan a su alrededor. Los hombres preparan la grúa de un camión para subir la carroza. Al lado hay aparcada una Renault Traffic con las puertas de atrás abiertas.

Hoy han venido las imágenes de varios pueblos de la región para participar en la conmemoración de la coronación canónica de la Virgen de este pueblo. Aunque no supieras nada de cada uno de esos pueblos, bastaba con ver cómo iniciaba la procesión, saliendo del frontón en el que esperaban para hacerte una idea del pueblo.

En muchos casos se trata, además de un tema de devoción, de una muestra de poder. Un poder que no se representa sólo con los adornos y los vestidos de los que acompañan a la imagen, sino en la cantidad de gente joven que los acompañan. Los pueblos se van vaciando y cuando una joven orquesta precede a la carroza, parece anunciarse que ahí se guarda el futuro no sólo del propio pueblo, sino de la Virgen.

Unas carrozas son transportadas a los hombros de varios hombres, otras son empujadas por un grupo de ancianos, animados por los gritos de una mujer que, como todas, parece reclamar atención para su Virgen, la que, secretamente, sí que representa todas las virtudes que todos los demás piden para las suyas.

En una explanada, a la entrada del pueblo, el obispo ha leído la escena de las bodas de Caná con esa entonación que, tras años en un colegio religioso, ha conseguido que me aleje de todas estas manifestaciones religiosas no sólo por un tema de fondo, sino de forma. La mención al agua y la vino, en una región en la que abundan los campos repletos de viñas, tiene, tengo que reconocerlo, su punto irónico, como si así quisiera hacer pensar a todos los que, con una copa de vino en la mano, no tengan más remedio que escuchar una misa que se retransmite por una serie de altavoces repartidos por todo el pueblo.

Las mujeres reciben la corona de la Virgen y la guardan en una caja. Hacen lo mismo con la pequeña del Niño Jesús que la Virgen sostiene en sus manos. Después le quitan una pequeña mantilla que le cubre los hombros. Guardan las flores que adornaban la carroza. Le quitan los apliques a las luces. Recogen el gran manto y lo doblan con cuidado, dejando al descubierto la estructura que, apoyada en su espalda, sostiene el mantón. Se llevan esa estructura al camión y las mujeres comienzan a envolver lo que queda a la vista de la Virgen con una sábana que van atando alrededor de su cuerpo. La Virgen se deja hacer. Me sorprende ver a esta Virgen así, con el pelo negro suelto.

Bajan la Virgen al suelo y, entre varios, la meten, inclinada, en la Renault Traffic. El cura, un anciano que ve trabajar a las mujeres sin decir nada, cierra la puerta de la Renault. Es entonces cuando la grúa del camión coge la carroza y la deposita en su parte trasera con una maniobra perfecta.

-¡Vaya hijos artistas que tienes! – le gritan a una mujer.
-¡Es que los parí con cojones para trabajar! – responde la mujer.

Me quedo asomado a la ventana hasta que, una vez terminada la operación, todos se van marchando con sus coches, detrás de la Renault Traffic. La última en irse es la grúa.

Ni obispos, ni bandas de música, ni curiosos mirando, ni fotografías, ni aplausos, ni vivas a la Virgen, ni ojos guiñados por el sol, ni el aleteo de los abanicos, ni voluntarios repartiendo botellas de agua, ni peinetas.

Si alguna vez inicio el camino de regreso, será desde un punto como éste.

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