viernes, 5 de agosto de 2011

Los Bateles


Esos son mis pies. Lo buenos de mis pies es que no les importa madrugar. Les digo :

-Son las ocho menos cuarto.
-Vamos allá – me dicen.

¿Cómo no voy a querer a mis pies cuando el resto del cuerpo se agarra con lo que puede a la cama? Salimos de la habitación y nos vamos a la playa, que en ese momento no está del todo puesta.

Empiezo a andar, descalzo, sobre la arena, cerca de las olas. Mis huellas apenas duran unos segundos porque el agua las borra, lo que daría para una bonita divagación sobre la futilidad de nuestros esfuerzos, lo corta que es la vida y el ruido y la furia, pero el cerebro me lo he dejado en la cama y no doy mucho de sí. Ahora sólo soy, básicamente, unos pies que andan.

Chéjov decía que para escribir bien había que andar mucho. Eso sí.

Camino a buen ritmo porque no sé qué es pasear. En la ciudad esta velocidad llama la atención, pero aquí, con una playa tan amplia y con tanta gente corriendo no resulta extraño.

No sé si Chéjov decía que había que ir despacio o deprisa.

El caso es que esta playa, a estas horas, es distinta. En la radio, a las ocho en punto, ponen “The whole of the moon”, una gran canción. Poco a poco se va haciendo esta playa. Unos grandes tractores remueven la arena. La arena, me lo confirman los pies, es suave, como el cola-cao que les sirvo a los enanos en el desayuno. Detrás de los tractores van las gaviotas, que a falta de barcos a los que seguir, parecen conformarse con esto. Algo encontraran entre la arena porque de vez en cuando la remueven con el pico. Más cerca de la orilla los perros van y vienen con pelotas verdes en la boca. No sé si corren más ellos o su reflejo sobre las olas que se alejan, intentando en vano agarrarse a pequeñas conchas y piedras. Sus dueños caminan tranquilamente, disfrutando de una correa sin tensión. Sigo caminando y paso junto a unos pescadores. Las cañas, muy largas, están clavadas en la arena y al verlas asocio la paciencia con algo fino y puntiagudo. Los pescadores simulan que tiran pelotas a los perros para que no merodeen alrededor de ellos. Los perros parecen capaces de ver esas pelotas invisibles porque las siguen con la misma pasión con la que atrapan las verdes de sus dueños. Me cruzo con parejas jóvenes que corren, sudando en silencio, sin hablar con ellos. Me cruzo con ancianos que hablan tranquilamente mientras andan. Si me paro y me fijo en la arena puedo ver huellas de pies, de perros y de gaviotas, todas mezcladas. Llego al final de la playa y regreso para recorrerla de nuevo. Voy leyendo los nombres de los chiringuitos. Ahora están vacíos y en algunos hay alguien que remoja la entrada con una manguera. El sol empieza a salir y donde mejor se nota es en el brillo de la espuma que traen las olas. Las sombras de todos nosotros se estiran hacia el mar. Cada vez hay más gente caminando por la orilla. Un hombre mayor, apoyado en dos muletas, se ha metido en el mar. Su mujer, vestida de negro, espera a su lado. Las tumbonas están apiladas. Vuelve a pasar el tractor de nuevo y decido caminar por las huellas que dejan sus grandes ruedas. Lo de pisar las huellas de los demás es un juego compartido porque veo a una chica, que lleva unos cascos puestos, hacer lo mismo con las de una persona. Como debía tratarse de alguien mayor que ella, tiene que dar pequeños saltos para ajustarse a ellas.Cuando llego junto al pueblo, me detengo un rato a verlo. Los puestos de los hippies están cerrados, los hinchables en los que saltan los niños parecen ahora los cuerpos multicolores de una medusa y por las calles sólo camina la gente que vive aquí, que mantiene su horario a pesar del ritmo que imponemos los turistas. Casi todos llevan el periódico doblado bajo el brazo. Por las calles avanzan los camiones regando el suelo con un agua que huele a detergente. Eso es lo que veré cuando termine el paseo por la playa, pero todavía me queda llegar al final, donde están durmiendo, envueltos en toallas y con vasos y botellas de plástico alrededor, los que ayer estuvieron de fiesta. Algunos, sentados en la arena, recogidas las rodillas contra el pecho, miran en silencio el mar. Ahí termina el paseo.

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