martes, 16 de agosto de 2011

En los huesos


Nadie me ha visto por dentro mejor que este hombre que ahora tengo frente a mí. Nadie. Y eso que es la segunda vez que le veo. La primera, hace unas semanas, me dijo :

-Hazte una radiografía y vuelves.

Y mientras me decía eso probaba su boli en un papel para ver si pintaba. No, no, escribía un mensaje al radiólogo en un volante, lo veo cuando me lo tiende. Así que le llevo el mensaje al radiólogo, que podía decir algo como “mata a este hombre, ya mismo”, pero parece que la cosa no llega a ese punto, que debía ser un texto más profesional, y menos literario, del tipo “hazle una radiografía a este hombre y después lo matas”.

El radiólogo me hace la radiografía (que es como una foto por dentro en la que no puedes respirar para que todos tus órganos aparezcan quietecitos) y salgo corriendo de la sala antes de que me mate.

-Tome, su radiografía.

Que agarro a la carrera, provocando en mi huida que las batas de las enfermeras (que sólo existen en mi imaginación) vuelen en preciosos pliegues, mostrando (en mi imaginación) esas partes en la que las imaginación se recrea en sí misma, como un niño cubierto de arena en la playa.

Unos minutos después le tiendo la radiografía al traumatólogo, que es el espeleólogo de los huesos, de ahí esa coincidencia final. La radiografía está calentita y es fiel reflejo de lo que soy por dentro. Tengo mucha curiosidad por ver qué pinta tengo de piel adentro. Mucha. También me preocupa ese dolor continuo cuando me duele e imperceptible cuando no lo siento, claro, pero a eso me he acostumbrado, sobre todo cuando no duele.

El traumatólogo, que me ha dado la mano sin fuerza, como si él se hubiera quedado sin huesos a fuerza de verlos, tocarlos y curarlos, enciende una pequeña pantalla que está a sus espaldas. Saca una radiografía y la encaja. Hace lo mismo con la segunda porque con la primera le ha salido muy bien y para qué cambiar. Digo yo.

Ahí estoy yo por dentro. Tengo que reconocer que encuentro los huesos de mi columna atractivos. La atracción es inmediata y sincera. Cuántas mujeres compartirían ese mismo impulso si estuvieran a mi lado. Qué huesos tan bien formados.

Parte de mi imaginación sigue cubierta de arena. Lo digo para que conste.

Unos segunditos de silencio, para darle algo de emoción al momento. Acostumbrados a tantas series de asesinatos, que no se vea el agujero de una bala o cinco se seis huesos rotos por varias partes convierte a la escena en algo costumbrista. Al traumatólogo también le deben parecer aburridas las radiografías porque coge un bolígrafo y lo acerca a la del coxis con la intención, estoy seguro, de dibujar un agujero de bala para que salgamos los dos corriendo por los pasillos del hospital buscando al asesino. Pistas seguro que no faltan.

No pinta nada, advierto. Rodea una zona en la que parece que hay algo evidente que no logro ver, lo que no me preocupa porque una de mis habilidades es la de ser inmune a lo evidente. Los daltónicos no ven colores y se les respeta porque se inventaron esa palabra, daltónico, que me suena, por culpa de Lucky Luke, a atracador de diligencias con problemas de vista, pero como no existe ningún término para los que somos ajenos a lo evidente no se nos toma en serio. A falta de algo mejor, nos llaman tontos, pero tampoco es eso.

Intento disimular que soy tonto asintiendo.El bolígrafo da vueltas alrededor del problema, siguiendo esa estrategia de acecho que pedía Ortega y Gasset. Un traumatólogo Orteguiano o Gassetiano, vaya.

Gira el bolígrafo como en los concursos. Puede pararse en la casilla de “nunca volverá a andar derecho” o en la de “esto no lo había visto antes” o en la de “hay que operar ya mismo” o en la de “yo no pedí una radiografía de esta parte”.

Así están las cosas a las diez menos cuarto, para situarnos, de este martes. Si salgo vivo de ésta decido tomarme cuatro churros grasientos y muy ricos con un café (2,40 € me costará el capricho).

La ruleta se para en una casilla inocente, inocua : “Contractura”.

Setecientas palabras escritas para una simple contractura. Para que vea que tiene razón, me encorvo un poco, así. Con la mirada busco un bastón que darle a mi mano, pero no hay ninguno por la sala. El traumatólogo con las mano sin huesos se sienta y yo le imito. Antes ha quitado las radiografías de su pantalla iluminada y las ha metido en su bolsa, que me tiende.

Los dos estamos un poco decepcionados, como si nos hubieran dado una prueba falsa en el caso del asesino al que ya queríamos perseguir. Pero qué le vamos a hacer, a estas horas la auténtica novela negra está durmiendo, la literatura de verdad está roncando y sólo estamos de vigilia y de guardia los becarios de las letras, los que escribimos posts cómo éste.

El traumatólogo vuelve a probar su bolígrafo, vuelve a escribir otro mensaje. Éste es para el fisioterapeuta al que tengo que ver.

-Y cuando termines con él vuelves a verme – me dice.

Está claro que soy un mensajero en medio de una extraña red de conspiraciones. Lo sé. Mi dolor de espalda es una excusa, y quien dice excusa dice pretexto, evasiva, subterfugio, rodeo, perífrasis, efugio, digresión, circunlocución o descarte.

Estoy tan seguro de que se trata de un mensaje en clave que me voy a la churrería y le enseño lo escrito a la mujer que me atiende, una mujer de mundo.

-Aquí dice cuatro churros y un café con leche.

Lo leo y es cierto. La realidad, en ese momento, se cierra sobre sí misma con la forma de ese churro que mojo en el café.

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